
Cuenta Homero que en la isla de Eea habitaba Circe, la hechicera, hija del titán Helios y la oceánide Perseis, quien mediante pócimas mágicas convertía a los desdichados marineros en animales. También está Moreau, el lúgubre y megalómano científico con aires de Victor Frankenstein, el cual modificaba animales a placer para crear una corte de hombres-bestia a su alrededor. Las islas son, en definitiva, un lugar diferente donde algunas reglas o normas que sí concurren habitualmente en el continente no acaban de darse en ellas. Y sin necesidad de refugiarse en mitos o novelas de ciencia ficción, podemos hallar evidencias de este rasgo distintivo que las caracteriza en la propia evolución de las especies.

Para evitar empezar la casa —o el ensayo— por el tejado, quizá sería importante definir en primer lugar el concepto de isla. En términos ecológicos, una isla no se limita tan solo a una región terrestre rodeada de agua, sino que engloba a todo hábitat cuyas fronteras se encuentran delimitadas por otros hábitats que impiden la entrada y salida de los organismos. Imaginen por ejemplo una montaña. En las montañas ocurre el llamado gradiente altitudinal, que refleja los cambios de ambiente que se producen a nivel latitudinal. Por ello, especies de plantas alpinas adaptadas a ambientes fríos y secos típicos de las regiones más elevadas de las montañas se hallarán atrapadas e incapaces de extenderse por debajo de cierta altitud, dando así lugar a un tipo de aislamiento equivalente al que podría sufrir un animal terrestre en una isla oceánica. Existen más ejemplos de islas que no parecen islas. ¿Han pensado alguna vez en el efecto dramático que producen las carreteras en los hábitats de algunos animales? Son verdaderas fronteras que delimitan la distribución de muchas especies. ¿Y las fallas? Solo hay que remontarse unos pocos millones de años y preguntárselo a alguno de nuestros antepasados que habitaba al este del valle del Rift. Nuestro planeta no es sino un inmenso mosaico de islas.
Sin embargo, para ser objeto de la evolución insular, antes habrá que llegar de alguna manera a la isla. A este viaje —en ocasiones mucho más arduo de lo que podríamos llegar a imaginar— lo llamamos dispersión. A veces, bastará con una regresión marina o una glaciación en el polo para formar un puente de tierra entre el continente y la isla, que permitirá el paso a las especies terrestres. Un ejemplo de ello sería el istmo de Panamá, formado tan solo 2,8 millones de años atrás. Su entrada en escena desembocó en el Gran Intercambio Americano. Sin embargo, erigir un puente para los que viven en tierra firme produjo el efecto contrario para las especies marinas, que quedaron aisladas a un lado u otro del istmo. Lo que para unos significó un nuevo camino hacia la expansión, para otros se convirtió en un abismo imposible de franquear. Otras veces no es tan sencillo. Si la distancia es muy grande, puede ocurrir que no sea viable para un organismo realizarla de golpe. Este es el caso de muchas dispersiones a nivel transoceánico. Para solventar el problema, se realizarán paradas entre islas, que podrán durar generaciones enteras si es necesario. Esta forma de dispersión, llamada «salto de isla en isla» (del inglés island-hopping) fue la que permitió a los ancestros de los actuales monos del nuevo mundo colonizar América del Sur hace casi 40 millones de años. Otro grupo de primates, los lémures, muy probablemente llegaron a Madagascar de una forma similar. Sin embargo, en su caso también se propuso un último modo de dispersión llamado vicarianza. Este escenario, actualmente descartado, situaría a este grupo de estrepsirrinos, no como intrépidos marineros viajando de isla en isla en balsas de ramas, tierra y otros desechos, sino como accidentales pasajeros del inmenso navío en el que se convirtió Madagascar a finales del Cretácico, durante el desmembramiento de Gondwana.

¿Pero cómo pudo Circe convertir en cerdos a los compañeros de Ulises? ¿Qué métodos uso Moreau para crear a sus hombres-bestia? Las islas son, en última instancia, hábitats reducidos con una cantidad limitada de recursos. Este es el motor último de la evolución insular, que desencadena en la singular morfología, ecología, fisiología y etología de las especies insulares. Un hábitat con recursos limitados no podrá soportar comunidades muy diversas, lo que disminuirá la cantidad de depredadores, derivando a una menor proporción de muerte extrínseca —debido a la depredación— y competición interespecífica. Todo ello conducirá a un aumento de la densidad poblacional y de la competición intraespecífica. Llegados a este punto, la evolución incurrirá en soluciones y experimentos que nunca podrían haber ocurrido en el continente.
De todos los cambios sonados que sufren las especies endémicas de algunas islas, el más notable es la conocida regla de Foster. Esta regla predice que las especies pequeñas pueden volverse gigantescas, mientras que las mayores van reduciéndose hasta convertirse en variedades enanas. Polifemo, el terrible cíclope al que se enfrentó el astuto Odiseo, pudo ser inventado a partir de los cráneos de Palaeoloxodon falconeri, una especie de elefante enano endémica de algunas islas del Mediterráneo. Se cree que la cavidad nasal de este proboscídeo, cuya altura en la cruz no debió sobrepasar los 90 centímetros, pudo confundir algunos autores clásicos, entre ellos al mismísimo Homero. Otro caso célebre de enanismo insular es el de Homo floresiensis, apodado por algunos como El Hobbit, nuestro primo lejano que habitó la isla de las Flores hasta hace tan solo 50.000 años. Este hominino, cuya capacidad craneal apenas superaba los 400 centímetros cúbicos, equivalente a la de un chimpancé actual, presenta numerosas contradicciones en su aspecto. Algunos huesos de la muñeca y el metatarso recuerdan más a los australopitecos y los grandes simios, lo que indicaría una cierta habilidad para la vida arborícola, aunque sabemos que era perfectamente capaz de utilizar una locomoción bípeda. Aunque se han hallado herramientas asociadas a esta especie, su reducida capacidad craneal arroja dudas tanto sobre su capacidad cognitiva como sobre su genealogía, pues diferentes especies de nuestro linaje (Homo erectus, Homo habilis y Homo georgicus) han sido propuestas como antecesoras suyas. En cualquier caso, actualmente la paleobiología de Homo floresiensis sigue siendo un misterio.

Los sentidos también son otro aspecto profundamente modificado por la poderosa magia de Circe. La extinta cabra-rata de las islas Baleares (Myotragus balearicus) muestra un menor desarrollo de los bulbos olfativos —relacionados con el olfato— del área giganto-piramidal —relacionada con la visión— y del cerebelo y el área estriada —ambos relacionados con la locomoción— en comparación con su contraparte continental, el sarrio (Rupicapra pirenaica). Todas estas características isleñas guardan cierto parecido con las adaptaciones que desarrollan los animales durante la domesticación. También ocurren algunos experimentos de la mano de Moreau. Hace alrededor de 7 millones de años, en una antigua isla entre lo que ahora es Cerdeña y la Toscana, habitaba Oreopithecus bambolii, un probable hominoideo que, al igual que nosotros, también pudo haber desarrollado un modo de locomoción bípeda. Aunque actualmente sigue habiendo debate al respecto —con autores que sugieren un mayor énfasis en las actividades suspensorias en lugar del bipedismo— no hay lugar a dudas que las diferentes y únicas adaptaciones encontradas en el pie de este animal (metatarsos cortos y rectos, abducción permanente de los metatarsos laterales y transmisión de la carga en el lado medial del pie) son producto de la falta de depredadores y las limitaciones energéticas derivadas del ambiente insular. Esto último también conduce, como por ejemplo ocurre en la isla de Komodo con el famoso Varanus komodoensis, al reemplazo de animales endotermos por ectotermos, cuyos requerimientos energéticos son menos estrictos y, por lo tanto, más adecuados para prosperar cuando existe escasez en los recursos disponibles.
Además de laboratorios para la evolución, las islas también actúan como verdaderos santuarios para especies extintas en cualquier otra parte del mundo. Madagascar es el edén de los lémures. Komodo el de los varanos. Las islas galápagos albergan algunas de las tortugas más espectaculares del planeta. Y en el pasado sabemos que también fue así. Los últimos mamuts perecieron aislados en alguna remota isla de Siberia tan solo 3.700 años atrás, cuando las pirámides de Egipto ya se erguían orgullosas sobre la plana de Guiza. En el Pérmico inferior, durante la infancia de Pangea, algunas islas de la actual China albergaban los últimos atisbos del increíble bosque casi alienígena, repleto de licofitos y equisetos gigantescos, que caracterizó las zonas pantanosas del Carbonífero. Sin embargo, Notre Dame no fue inexpugnable al cruel Frollo, ni Moreau pudo mantener su corte de monstruos por mucho tiempo. En algún u otro momento, las fuerzas del manto estrellarán la isla contra el continente, el viento y los ríos erosionarán la montaña, se acabará la glaciación u ocurrirá una nueva regresión marina, y los puentes y pasos sumergidos, las antiguas barreras que antes eran insuperables, permitirán el paso a un nuevo Odiseo destinado a romper la magia de Circe.
Referencias:
1. Michael J. Benton y David A. T. Harper (2009). Introduction to paleobiology and the fossil record. Wiley Blackwell Press.
2. P. Brown, T. Sutikna, M. J. Morwood, R. P. Soejono, Jatmiko, E. Wayhu Saptomo y Rokus Awe Due (2004). A new small-bodied hominin from the late Pleistocene of Flores, Indonesia. Nature, 431, pp: 1055-1061.
3. Alexandra van der Greer, George Lyras, John de Vos y Michael Dermitzakis (2010). The Balearic Islands. En: Evolution of island mammals. Adaptation and extinction of placental mammals on islands. Wiley Blackwell Press.
4. Jason Hilton y Christopher J. Cleal (2007). The relationship between Euramerican and Cathaysian tropical floras in the late Palaeozoic: palaeobiogeographical and palaeogeogrpahical implications. Earth-Science Reviews, 85 (3-4), pp: 85-116.
5. J. Hurzeler (1960). The significance of Oreopithecus in the genealogy of man. Triangle, 4, pp:164-174.
6. Asier Larramendi y María Rita Palombo (2015). Body size, structure, biology and encephalization quotient of Palaeoloxodon ex. gr. P. falconeri from Spinagallo cave (Hyblean plateau, Sicily). Hystryx, 26 (2), pp: 102-109.
Recursos: La fotografía que se ha usado como portada muestra dos piqueros patiazules (Sula nebouxii) en la isla de Santa Cruz, en el archipiélago de Galápagos, y es obra de Nicolas de Camaret. La representación en óleo de Circe es obra del pintor inglés John William Waterhouse y data de 1891. La fotografía del capuchino de frente blanca (Cebus albifrons) pertenece a Whaldener Endo. La fotografía del elefante enano Palaeoxolodon falconeri es obra de James St. John.
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