
Hace 66 millones de años el gigantesco Tyrannosaurus rex atemorizaba las llanuras de Laramidia, donde manadas de Triceratops y Edmontosaurus pastaban tranquilamente bajo la sombra de los primeros bosques de angiospermas. En los océanos, feroces mosasaurios perseguían a sus desdichadas presas (tortugas, tiburones, plesiosaurios o incluso otros mosasaurios) y Quetzalcoatlus, el mayor animal volador de todos los tiempos, reinaba en el cielo, ocultando el sol con sus gigantescos patagios membranosos al alzar el vuelo desde alguna pequeña colina. Fue entonces, en el mismísimo apogeo de la Era Mesozoica, cuando ocurrió el desastre. Y una vez el mundo volvió a la normalidad, estos magníficos animales habían desaparecido para siempre.
Curiosamente, la extinción masiva Cretácico/Paleógeno (abreviado, extinción K/Pg) no fue considerada como un evento digno de estudio durante el siglo XIX y parte del XX. Quizá fuera por el cambio de paradigma: del catastrofismo de George Cuvier al uniformismo de James Hutton, o por la adopción de la selección natural de Charles Darwin que prefería el cambio lento y gradual. En todo caso, la desaparición de los «lagartos terribles» tardó bastante en ser un tema serio de estudio. De hecho, las primeras hipótesis son, en el mejor de los casos, creativas, y en general fueron formuladas sin demasiado rigor científico. Citemos algunas de las más curiosas. Por ejemplo, una de ellas plantea que el funcionamiento excesivo de la glándula pituitaria derivó en un mayor crecimiento de estructuras como cuernos o espinas, debilitando así el vigor de los últimos dinosaurios. Otra propone que este grupo, que había habitado y dominado la Tierra durante los últimos 160 millones de años, pudo haber sufrido algún tipo de senescencia de grupo. El antropocentrismo, o en este caso el «mamíferocentrismo», también tuvo cabida en aquellas primeras especulaciones. En concreto, algunos postularon que todos los huevos de dinosaurio fueron devorados por los pequeños mamíferos del Cretácico, condenándolos a la extinción. Incluso se llegó a acusar a las pujantes angiospermas como responsables de la extinción de los dinosaurios al envenenar a las especies herbívoras, incapaces de adaptarse a la nueva situación.

Aunque algunas de estas divertidas explicaciones puedan llegar a arrancarnos una sonrisa, son evidentemente erróneas y sin ningún tipo de sustento empírico. Algo así como lo que ocurrió cuando se fotografió por primera vez la atmósfera de Venus y se acabó desatando aquella curiosa cadena especulativa que el propio Carl Sagan nos presentó en su mítica serie Cosmos:
«No podemos ver nada en la superficie de Venus. ¿Por qué? / Porque existe una densa capa de nubes. / Bien, ¿y de qué están hechas las nubes? / De agua, por supuesto. / Entonces Venus debe de ser un planeta muy húmedo. Oh, y si el planeta es muy húmedo estará repleto de pantanos, y si estos abundan, también lo harán los helechos, y quien sabe, quizá habrá incluso dinosaurios.»
Observación: no podemos ver nada. Conclusión: dinosaurios. Volviendo a la discusión sobre aquellas primeras elucubraciones, además de evidenciar una falta absoluta de rigor, también son incapaces de explicar la desaparición de otros grupos de organismos. Junto con los dinosaurios también se extinguieron otras familias de vertebrados como los pterosaurios, los últimos plesiosaurios y los mosasaurios, además de gran cantidad de aves y mamíferos. De entre los invertebrados, destacan los famosos amonites y los rudistas, un orden de moluscos bivalvos heterodontos formadores de arrecifes. En cambio, animales como los anfibios y los cocodrilos, muchos de ellos habituados a ambientes lacustres y fluviales de agua dulce, salieron casi indemnes de la catástrofe. En conjunto, se cree que aproximadamente el 75% de todas las especies de animales desapareció durante la extinción masiva K/Pg, lo que le ha valido el dudoso honor de pertenecer a las big five de Jack Sepkoski y David Raup: las cinco mayores extinciones masivas del Fanerozoico (junto con las extinciones masivas del Ordovícico, Devónico, Pérmico y Triásico). Su mayor proximidad temporal (solo 66 millones de años) la convierte en el mejor candidato para estudiar este tipo de fenómenos, que como acabamos de ver, han sido recurrentes en el transcurso de la historia de la vida. Pero para hacerlo debemos formular las preguntas adecuadas. ¿Fue una extinción gradual o abrupta? ¿Tuvo un origen terrestre o extraterrestre?
En 1980 un grupo de investigadores liderado por el físico Luis Álvarez y su hijo el geólogo Walter Álvarez, además de otros colaboradores, postuló por primera vez la hipótesis del impacto extraterrestre. El bólido gigantesco, probablemente un cometa de aproximadamente 10 km de diámetro, pudo haber provocado inmensos tsunamis y terremotos al colisionar contra nuestro planeta, además de crear una ardiente onda térmica capaz de incinerar los bosques más cercanos al lugar del impacto. También debió liberar cantidades masivas de sulfuro y otros aerosoles que, una vez en la atmósfera, ocasionaron interminables tormentas de lluvia ácida. Sin embargo, el efecto más devastador del impacto habría sido la formación de una gruesa capa de polvo y ceniza en la atmósfera, evitando durante años la entrada de luz solar y destruyendo así la productividad de los ecosistemas. En la actualidad contamos con diferentes pruebas que confirman que se produjo tal impacto en el límite K/Pg. En primer lugar, se ha encontrado una capa de iridio localizada entre los últimos niveles del Cretácico superior y los primeros del Paleoceno. El iridio es un elemento químico perteneciente al grupo del platino y extremadamente raro en la superficie terrestre, aunque bastante más común en los asteroides y cometas. Su mayor abundancia en el límite K/Pg (de entre 20 a 160 veces más que en el resto de los estratos) indicaría un posible aporte extraterrestre. Otra prueba radica en haber encontrado el cráter causado por la colisión del bólido contra la superficie de nuestro planeta. Debido al inmenso tamaño estimado para el cometa, desde un principio se calculó que el cráter podría haber medido varios centenares de quilómetros de radio. Dicho cráter, bautizado como Chicxulub, fue descubierto en 1978, incluso antes de la formulación de la hipótesis de Álvarez, por los geofísicos Glen Penfield y Antonio Camargo, ambos trabajadores de una compañía petrolera que se encontraba en ese momento buscando posibles yacimientos de petróleo en la península de Yucatán, en México. Aunque ambos geofísicos llegaron a presentar sus resultados en el congreso de la Sociedad de Geofísicos de Exploración (SEG) celebrado en 1981, la investigación pasó inadvertida hasta casi una década después, en 1990, cuando fue redescubierta y se pudo empezar a trabajar en el lugar. En el cráter de Chicxulub se encontraron pruebas del intenso metamorfismo derivado de las altas temperaturas ocasionadas por el impacto, en forma de cuarzo de impacto, además de tectitas y una capa de más de 500 metros de vidrio y brechas de composición andesítica. En el borde del cráter también se han estudiado una serie de estructuras o cenotes, indicando que este pudo albergar una gran cuenca de agua y provocando la subsidencia de la pared del cráter.

Alrededor del límite K/Pg ocurrió otro evento catastrófico en nuestro planeta: las traps del Decán, en India. Se ha estimado que 1,5 millones de km2 fueron recubiertos por una gruesa capa de basalto volcánico en un evento de breves erupciones masivas (que duró unos 100.000 años) dividido en dos pulsos diferentes que van desde el final del Cretácico hasta el inicio del Paleógeno. Cada una de estas erupciones debió aportar ingentes cantidades de dióxido de sulfuro a la atmósfera, causando torrenciales precipitaciones de lluvia ácida, además del descenso de las temperaturas provocado por el humo y la ceniza. Sin embargo, la liberación de dióxido de carbono tuvo que contrarrestar tal efecto, provocando un aumento del efecto invernadero del planeta, aunque quizá a un ritmo demasiado lento como para poder causar un cambio abrupto en el clima. Es importante destacar que las demás extinciones masivas del Fanerozoico (que ya hemos enumerado antes, las big five) se creen directa o indirectamente influenciadas por el vulcanismo. El mejor ejemplo es la extinción masiva del Pérmico-Triásico, la más devastadora de todas que tuvo como detonante principal a las traps de Siberia.

Finalmente, también se ha sugerido que el aumento del eustatismo (variación global del nivel del mar) durante el Cretácico superior pudo haber influido sobre los diferentes ecosistemas terrestres y marinos. En concreto, durante el final del último piso geológico de este período, el Maastrichtiense (72-66 millones de años), se produjo una importante regresión marina que hizo emerger una parte importante de la plataforma continental, eliminando así uno de los ambientes con mayor biodiversidad marina del planeta. Además, el retroceso de los mares epicontinentales pudo tener un efecto sobre la temperatura global, disminuyendo el albedo y alterando las corrientes marinas. La formación, por otro lado, de nuevos puentes de tierra entre regiones previamente aisladas habría tenido un efecto homogeneizador sobre las diferentes especies endémicas, reduciendo así tanto la diversidad como la disparidad de las últimas comunidades faunísticas del Mesozoico y haciéndolas más vulnerables a los cambios ambientales.
Nos hallamos ante diferentes hipótesis cuyos mecanismos difieren entre ellos. El impacto se trataría de un evento abrupto y de origen extraterrestre, mientras que el vulcanismo y los cambios eustáticos del nivel del mar reivindicarían un tipo de extinción más gradual y con un origen terrestre. Tampoco podemos descartar una cuarta posibilidad: que las diferentes causas se pudieran haber combinado sinérgicamente entre ellas desembocando en el resultado fatal que todos conocemos. No obstante, durante estos últimos años la hipótesis del impacto ha ido cobrando fuerza a raíz de una nueva serie de estudios. En primer lugar, si el evento de extinción hubiera sido gradual (como es el caso de las otras extinciones masivas del grupo de las big five), deberíamos poder observar un declive en la diversidad y disparidad de los diferentes grupos de organismos existentes a finales del Cretácico. En un estudio de revisión de Brusatte et al. (2015) no se encuentra ninguna evidencia de una tendencia descendente de la diversidad en las diferentes familias de dinosaurios durante las postrimerías del Mesozoico. Ciertamente pudo haber una cierta decadencia en algunos grupos, como en el caso de los ornitisquios, aunque tales fluctuaciones ocurrieron otras muchas veces durante su largo reinado de más de 160 millones de años. Cuando un grupo o linaje de animales es tan longevo, su historia evolutiva mostrará picos de máxima diversidad y éxito evolutivo, seguidos por momentáneos períodos de declive (que a veces son definitivos e inexorables, sino preguntadles a los pobres trilobites). En cualquier caso, se cree que las comunidades de dinosaurios más próximas al límite K/Pg pudieron haber sido algo más susceptibles a los cambios o perturbaciones externas comparadas, por ejemplo, con las existentes durante el Campaniense, el piso geológico anterior, aunque ni mucho menos abocadas a la extinción (o al menos, no todos los grupos). Por este motivo, nada parece indicar en el registro fósil que los dinosaurios se dirigieran lentamente hacia su ocaso, lo cual refuerza el escenario de un evento de extinción rápido y abrupto.

Otro estudio reciente (Henehan et al. 2019) sugiere que, mediante el uso de isótopos de Boro, en el límite K/Pg se produjo una rápida acidificación de los océanos, resultando en un rápido colapso ecológico con devastadores efectos sobre el ciclo del carbono y el clima global del planeta, prolongándose durante varios miles de años. Se estima que la productividad primaria en los océanos se pudo reducir hasta un 50%. En concreto, se ha calculado que el pH de los océanos debió disminuir entre 0,2 y 0,3 unidades, afectando severamente a los organismos pelágicos calcificadores. En cambio, se ha observado un patrón de extinción muy diferente para los organismos no calcificadores como radiolarios o dinoflagelados, que son menos vulnerables a la acidificación del océano. Este tipo de perturbación, de nuevo abrupta e intensa, vuelve a señalar al impacto del cometa como la explicación más plausible del evento, en detrimento de las otras hipótesis de naturaleza más gradual.
Una última prueba la ha aportado el estudio de Chiarenza et al. (2020) utilizando un modelo de circulación general con la atmósfera y los océanos acoplados, pudiendo determinar que los efectos de las traps del Decán fueron insuficientes para desencadenar la extinción masiva del K/Pg. De hecho, el análisis sugiere que, aunque en un primer momento los aerosoles expelidos por las erupciones habrían llegado a inducir un ligero enfriamiento, a la larga la liberación de vastas cantidades de dióxido de carbono pudo tener más bien el efecto contrario, hasta el punto de llegar a tamponar parte de los efectos del impacto. Por lo tanto, en este estudio se propone que el vulcanismo de las traps del Decán no solo no pudo ser el causante de la extinción, sino que además ayudó en la recuperación de los ecosistemas a principios del Cenozoico debido al efecto invernadero provocado por el dióxido de carbono, contrarrestando así con el enfriamiento inducido por el polvo levantado debido al impacto con el cometa.

Cada vez parece más probable que el causante principal y único de la extinción masiva que marcó el final del Mesozoico fuera un cometa que golpeó nuestro planeta. Los mecanismos derivados de tal colisión son los que concuerdan mejor con las evidencias encontradas hasta ahora, mientras que el vulcanismo o los cambios eustáticos del nivel del mar no consiguen explicar tan bien lo que vemos en el registro geológico, nuestra única ventana al pasado. De hecho, el efecto del vulcanismo pudo ser justamente contrario: facilitar la recuperación de los ecosistemas a principios del Paleoceno. En aquel fatídico día, el último del período Cretácico, los cielos se oscurecieron por el material eyectado durante la colisión y el mundo se sumió en un apocalíptico invierno nuclear, marcando el final de una era. ¿O quizá no? Cuando una buena mañana, años o hasta décadas después, el sol pudo volver a salir por el este, ¿qué tipo de mundo se encontró? Al fin y al cabo, el planeta no habría cambiado tanto. Sobre la rama más alta de un abedul, un pequeño dinosaurio se preparaba para otro día de caza. Con un ágil movimiento, el terópodo saltó y empezó a batir sus bellas alas emplumadas, perdiéndose en el horizonte de la primera alba del Cenozoico.
Referencias:
1. Luis Walter Álvarez, Walter Álvarez, Frank Asaro y Helen V. Michel (1980). Extraterrestrial cause for the Cretaceous-Tertiary extinction. Science, 208 (4448), pp: 1095-1108.
2. Stephen L. Brusatte, Richard J. Butler, Paul M. Barrett, Matthew T. Carrano, David C. Evans, Graeme T. Lloyd, Philip D. Mannion, Mark A. Norell, Daniel J. Peppe, Paul Upchurch y Thomas E. Williamson (2015). The extinction of dinosaurs. Biological Reviews, 90 (2), pp: 628-642.
3. Alfio Alessandro Chiarenza, Alexander Farnsworth, Philip D. Mannion, Daniel J. Lunt, Paul J. Valdes, Joanna V. Morgan y Peter A. Allison (2020). Proceedings of the National Academy of Sciences, 117 (29), pp: 17084-17093.
4. Gareth Collins et al. (2020). A steeply-inclined trajectory for the Chixlulub impact. Nature Communications, 11 (1480).
5. Michael J. Henehan, Andy Ridgwell, Ellen Thomas, Shuang Zhang, Laia Alegret, Daniela N. Schmidt, James Rae, James D. Witts, Neil H. Landman, Sarah E. Greene, Brian T. Huber, James R. Super Noah J. Planavsky y Pincelli M. Hull (2019). Rapid ocean acidification and protracted Earth system recovery followed the end-Cretaceous Chicxulub impact. Proceedings of the National Academy of Sciences, 116 (45), pp: 22500-22504.
6. D. M. Raup y J. J. Sepkoski Jr. (1984). Periodicity of extinctions in the geologic past. Proceedings of the National Academy of Sciences, 81 (3), pp: 801-805.
Recursos: La fotografía que se ha usado de portada pertenece a Chil Vera y se ha obtenido de Pixabay. La reconstrucción de Didelphodon es obra de Karen Carr. La figura de la geofísica del cráter Chicxulub se ha extraído del artículo de Collins et al. (2020). Las figuras del registro geológico y paleontológico de la extinción K/Pg se ha extraído del artículo de Chiarenza et al. (2020). La figura de la evolución temporal de temperatura, nivel del mar y grupos de dinosaurios se ha obtenido del artículo de Brusatte et al. (2015). La última figura de simulaciones de temperatura se ha extraído del artículo de Chiarenza et al. (2020).
¡Enhorabuena! Magnífico artículo con una exposición clara y una excelente redacción.
Moltes gràcies! M’alegro que t’hagi agradat!