
A lo largo de la historia, mucha gente ha muerto intentando proteger textos o lugares sagrados; ha habido cientos de guerras por elevar a los dioses sobre otros dioses; muchos han dado sus vidas por la justicia o la democracia y otros tantos han renunciado al imperativo biológico de la reproducción por dedicar su tiempo al estudio y a la propagación de sus ideas y creencias. Muchos tocan madera después de decir algo trágico para evitar que les suceda, y otros tantos Nostradamus adivinan el futuro a través de los pliegues en las manos o las cartas. Algunos creen que los astros tienen alguna conexión con nuestras vidas, conducta y personalidades. Otros tantos creen que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina y solo por los que un mesías interceda se salvarán. No olvidemos a quienes creen que estamos en un ciclo eterno de reencarnación hacia la perfección moral, o quienes creen que el humano, citando a Newton, lo cual lo hace aún más cómico, es “energía y en energía se convertirá” (sea lo que sea que signifique). De alguna u otra forma, todo lo anterior son, a la luz del pensamiento crítico, supersticiones: “creencias que no tienen fundamento racional y/o empírico y que consisten en atribuir un carácter mágico o sobrenatural a determinados sucesos o en pensar que determinados hechos proporcionan buena o mala suerte”.
¿Qué tiene que decirnos la biología al respecto?
“Él ha hecho todo apropiado a su tiempo. También ha puesto la eternidad en sus corazones; sin embargo, el hombre no descubre la obra que Dios ha hecho desde el principio hasta el fin.” Eclesiastés, 3:11.
Una de las muchas constantes en la humanidad es la invención y adopción de un sistema de creencias que rige y le da propósito a la vida de un grupo y los individuos que lo conforman (algunos creyentes atribuyen esta necesidad ontológica a la eternidad que habita en nuestros corazones según Eclesiastés). Este hecho ha llamado la atención de filósofos, psicólogos, sociólogos, antropólogos y biólogos por obvias razones. Más allá de las diferentes corrientes de pensamiento que haya al respecto, todas se inspiran en preguntas seculares, según su disciplina, como las siguientes: ¿es la religión un fenómeno natural que siempre ha sido parte de nuestra especie?, ¿habrá sido una innovación evolutiva sujeta a selección en la organización social de poblaciones arcaicas de la humanidad?, ¿podemos abordar científicamente el origen de la religión y/o de las supersticiones? A pesar de las diferentes perspectivas que puedan haber al respecto, todos coinciden en que hay cuatro atributos mentales que nos hacen proclives fieles a sistemas de creencias religiosos (atributos presentes en, con diferencia de grado, primates no humanos, humanos modernos y, potencialmente, humanos antiguos): (1) detección de agencias y atribución causal (relaciones de causa-efecto); (2) compromiso emocional y social con el grupo; (3) ansiedades existenciales y narración de historias; y (4) la experiencia mística y extática. En homínidos antiguos como Homo erectus, existía cierto grado de sofisticación tecnológica y social impulsada, de alguna u otra manera, por la competencia interespecífica e intraespecífica.

La capacidad de leer las metas e intenciones (detección de agencias) de otros animales potencialmente peligrosos, tiene cruciales implicaciones cuando de sobrevivir se trata, y es una cualidad cognitiva bastante típica en el reino animal. El grado de sofisticación de detección de agencias varía según el linaje del que se trate, sin embargo, no son incrédulas las sospechas de que en los primeros homínidos ya contaban con mecanismos de detección sofisticados y que muy probablemente ya sabían el viejo dicho “prevenir es mejor que lamentar”. Una detección dramatizada, digamos, de falsas alarmas se compensa con el beneficio que acarrean uno o dos aciertos ocasionales. En este sentido, la sobreasignación de agencias ha sido un mecanismo adaptativo incorporado en nuestro linaje ya desde los primeros Homo. En relación a lo anterior, no es descabellado pensar en que, como una extensión del fenómeno anterior, los humanos antiguos atribuyeron agencias sobrenaturales a procesos meteorológicos, biológicos o geológicos sin explicaciones obvias (no se sabe cómo pudieron haber lidiado con ello los neandertales, por ejemplo; sin embargo, se sabe que, como mínimo, en Homo sapiens es así como ocurrió y, diría, sigue ocurriendo). El segundo atributo que explica nuestra afición a la superstición es el compromiso social y emocional a normas subjetivas grupales. Está claro que, al igual que nosotros, hay una vasta cantidad de mamíferos que expresan emociones similares, si no es que iguales, a las nuestras. Sin embargo, se sugiere que las emociones detrás de la consciencia de uno mismo, exclusivo del sapiens (aunque puede debatirse si los chimpancés, por ejemplo, son, en cierto grado, conscientes de sí mismos), evolucionaron en virtud de potenciar la cohesión social. La vergüenza, envidia, culpa y el orgullo requieren de una evaluación cognitiva individual que contrasta el estándar abstracto del grupo con nuestra propia conducta. El castigo, la desaprobación moral y el sentimiento de culpa frente a la indignación del grupo son elementos etnológicos que fortalecen los vínculos y que prevén la erosión de un espíritu mutuo en la comunidad. Aunado a ello, es común que dentro de un grupo o comunidad uno gane prestigio o mala reputación según se comporte o no de acuerdo a los estándares de la comunidad. Las religiones son el ejemplo más ilustrativo de ello: sistemas de creencias que, a través de los elementos cognitivos detrás de la consciencia de uno mismo, generan una cohesión social sólida y potencialmente imperecedera, impulsada, además, por la desaprobación categórica de quienes se comportan en contra del estándar abstracto establecido.

Aunado a ello, es típico que los rituales y ceremonias religiosos involucren danzas rítmicas, música y el consumo de sustancias psicotrópicas que, ultimadamente, potencian la vinculación social y emocional entre los fieles. Cabe mencionar que los rituales de esta naturaleza (danza, cantos, música y sustancias psicoactivas) facilitan la secreción de opiáceos endógenos que, a su vez, habilitan y retroalimentan la formación de relaciones sólidas. Hay estudios que comparan la cohesión y durabilidad entre grupos seculares y religiosos, y son los últimos los cuales tienden a mostrar los más altos estándares coercitivos. Los individuos que genuinamente creen que hay una agencia sobrenatural (generalmente una autoridad) que monitoria la moral y el quehacer humano son, habitualmente, percibidos como personas más confiables y honradas. Podríamos argumentar que hay un sesgo cognitivo, y lo hay, sin embargo, quienes se rigen creyendo que el Ojo de Sauron los observa; son vistos, por defecto, como gente de fiar aunque no lo sean necesariamente.
A diferencia de otros animales, los humanos tenemos la consciencia de que nuestra existencia se prolonga a través del espacio-tiempo (existencia situada en contextos diversos que transcurren en el pasado, el presente o el futuro). A esta singular cualidad del sapiens se le ha llamado consciencia autonoética. Esta forma de consciencia, en conjugación con el lenguaje, nos permite producir dos tipos de narrativas, a saber: la narración personal y la narración teológica. La narración personal es autobiográfica y, por lo mismo, subjetiva; unifica experiencias en virtud de dar un sentido coherente al sujeto a través del tiempo y el espacio. Al estar conscientes de que nuestra vida se prolonga a través del tiempo hasta cierto punto, la narración personal viene acompañada con una ansiedad existencial vinculada al sufrimiento y a la muerte (con todas las ambigüedades, incertidumbres, confusiones y temores mortales que ello implica). La religión ofrece la cura y, en cierta medida (lo cual es fundamentalmente maquiavélico), una discreta y venenosa dosis de angustia existencial: al mismo tiempo que ofrece un bálsamo (el cielo y la salvación, por ejemplo), amenaza con la condena eterna o la mala la fortuna a quienes viven fuera del credo verdadero. Por otro lado, la narración teológica deriva de conceptos, mitos e historias que se inventan e inspiran en ciertos acontecimientos emblemáticos y transmiten de generación en generación en virtud de entender la relación que existe entre lo sobrenatural y lo terrenal.

Algunos especialistas sugieren que detrás de la construcción y comunicación de principios e historias religiosas hay ciertos parámetros que guían nuestras mentes para su edificación y propagación. Para citar uno de los parámetros, abordemos un ejemplo sobre todo ilustrativo y popular: la Virgen María. La construcción de historias ligeramente contraintuitivas (más no absolutamente ajenas o extrañas a la condición humana) es uno de los parámetros de los que se alimentan los mitos e historias religiosas. La madre de Jesús de Nazaret es una mujer ordinaria (nació, se desarrolló y llegó a la adultez; duerme, despierta, come y trabaja en casa; es hija, esposa y madre; es, en pocas palabras, como cualquier otra mujer), con la única pequeña pero gran diferencia de que quedó embarazada sin perder su sacrosanta virginidad. En este ejemplo, lo contraintuitivo se ajusta a nuestra experiencia cotidiana del mundo con una o varias violaciones críticas (en este caso, la concepción sin coito), lo cual hace del fenómeno citado algo interesante, y, hasta cierto punto, comprensible pero, sobre todo, familiar (se trata de una mujer como todas, solo con una o dos singularidades “minúsculas”: el súper poder de la reproducción partenogenética). Esto hace que los conceptos, historias y principios religiosos no sean del todo irracionales o inimaginables. En este sentido, guardan cierta lógica, distorsionando solo un poco la realidad que conocemos y abriendo paso, así, a la interpretación subjetiva y subsecuente aceptación del fenómeno. A diferencia de los mitos (un hombre con 6 cabezas, cuerpo de león y alas de águila real que se come a la gente codiciosa), la narración contraintuitiva es mentalmente digerible y comprensible, por lo que su transmisión y preservación es potencialmente mayor que la del mito absolutamente ajeno a la realidad humana. Por último, una de las constantes que apelan más a nuestra animalidad religiosa, al menos desde mi perspectiva, es el estado extático de las experiencias místicas.
Hoy por hoy sabemos que nuestro sistema digestivo procesa los alimentos llevándolos a su mínima expresión bioquímica a través de bacterias, enzimas y jugos y ácidos gástricos, haciendo posible su absorción. Absolutamente nadie en el mundo, generalizando, claro está, cree que dentro de nosotros existe una fábrica de homúnculos que trituran los alimentos para su subsecuente absorción. Algo parecido sucede con nuestro cerebro cuando del éxtasis religioso se trata. Nuestro sistema nervioso es, si se me permite la analogía, una máquina procesadora de información (en el mismo sentido de que nuestro sistema digestivo es una máquina procesadora de alimento) y secreta sustancias en respuesta a la información que procesa que distorsionan nuestra percepción de una u otra manera. Adjudicar un carácter mágico al éxtasis que se experimenta durante una ceremonia o rito religioso es, si se me permite, equivalente a pensar que dentro de nuestro sistema digestivo habita una comarca de homúnculos mágicos que trituran alimento. Dicho lo anterior, entremos en detalle…
La alteración sensorial y la sobre estimulación o estrés físico y emocional, o el consumo de psicotrópicos, nos induce a un estado de éxtasis (un estado alterado de consciencia, digamos). Se ha visto que otros animales (ratas y chimpancés) son susceptibles a procedimientos que inducen estados de conciencia alterados (como la hipnosis, por ejemplo). Sin embargo, cuando se trata de una inducción voluntaria a estados de éxtasis a través de prácticas de meditación o rituales religiosos, ningún animal se compara con nosotros. Algunos autores han identificado cuatro cualidades de la experiencia mística durante éxtasis religiosos: (1) inexpresabilidad (“vívelo; no hay palabras que lo describan”); (2) iluminación cognitiva (experiencia que involucra el descubrimiento de conocimientos profundos y personales, así como un despertar hacia la unidad de las cosas o un sentido de unidad divina); (3) transitoriedad (se trata de experiencias puntuales y efímeras en ciertos momentos y contextos); (4) pasividad (la ocurrencia de la experiencia mística es espontánea e impredecible; algunas veces se alcanza a través de prácticas meditativas, respiratorias u otros rituales que involucran la espera, ya que el sujeto en cuestión no puede hacer que ocurra a voluntad propia).

Es importante puntualizar que la experiencia de éxtasis se puede alcanzar a través de rituales seculares, no forzosamente religiosos. Se sabe que cualquier actividad que involucre danzas rítmicas, cantos, música, iniciaciones estresantes y/o el consumo de sustancias psicotrópicas induce la secreción de opioides endógenos y, en consecuencia el establecimiento de vínculos fuertes entre los involucrados durante el estado de éxtasis. Los opioides endógenos son sustancias secretadas en el sistema nervioso central y tejidos periféricos y, para nuestra sorpresa (y suerte, claro está), su estructura y efecto es similar a los opioides exógenos (morfina, opio y heroína). Las endorfinas, encefalinas y dinorfinas son solo algunos ejemplos de estos opioides naturalmente secretados por nuestro sistema nervioso como analgésico en situaciones de dolor o estrés, además de que pueden generar sensaciones de bienestar, euforia y placer durante diversas situaciones, entre ellas el éxtasis religioso. Con esto terminamos la primera parte del Bálsamo de la humanidad. Si te interesa el tema, habrá una segunda parte en donde exploraremos más a fondo el fenómeno natural de la religión en la evolución humana.
“Que grande y hermoso espectáculo es ver al humano salir de la nada por sus propios esfuerzos; disipar por medio de las luces de su razón las tinieblas en las cuales su naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo, lanzarse con las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante cual el sol la vasta extensión del universo, y lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin.”
Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el arte y las ciencias (1750).
Referencias:
1. Matt. J. Rossano (2006). The religious mind and the evolution of religion. Review of General Psychology, 10 (4), pp: 346-364.
2. Daniel Dennett (2007). Romper el hechizo: la religión como fenómeno natural (1ª edición). Editorial Katz, Madrid, España.
Recursos: La fotografía que se ha usado como portada es obra de Tara Winstead y se ha extraído de Pexels. Los autores de las fotografías incluidas en la primera imagen son Luas Pezeta, Milkhali Milov y Patricia McCarty, todas extraídas de Pexels. Los autores de las fotografías de la segunda imagen son Luis Quintero y Haydan As-Soendawy, extraídas de Pixabay. Los autores de las fotografías de la Virgen María y la diosa Devi son David Henry y Sonika Agarwal, respectivamente, y se han extraído de Pexels. La fotografía de la diosa Tara pertenece al Instituto de Arte de Chicago. Los autores de las fotografías de la cuarta imagen son Prabhala Raghuvir, Yogendra Singh y RDNE stock project, también extraídas de Pexels.
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