
Nuestro origen, la antropogénesis, ha sido una cuestión fundamental que ha moldeado, y a su vez también se ha visto profundamente influenciada, por la evolución del pensamiento humano a través de la historia. La versión religiosa, la antropogonía, se perpetuó como la forma dominante de pensamiento durante siglos, hasta la llegada de la ilustración y la ciencia moderna. Uno de los primeros en abandonar la explicación mítica fue el mismísimo Charles Darwin, quien ya especuló que el origen de nuestra especie se encontraba en África, debido a la presencia de grandes simios antropomorfos como el gorila y el chimpancé. Más adelante, los primeros restos de Homo neanderthalensis, de Homo erectus (el hombre de Java en 1891) o de Australopithecus africanus (el niño de Taung en 1924) hicieron aparición, dando lugar a la importante disciplina que actualmente conocemos con el nombre de Paleoantropología. Aun así, nuestra posición con respecto a los grandes simios actuales, crucial para poder entender el inicio de nuestro linaje e indispensable para poder estudiar a aquellos primeros homininos, fue ardientemente debatida. Durante mucho tiempo, los estudios basados en la morfología consideraban a nuestra especie como un grupo aparte respecto al resto de los grandes simios. Ya en los años setenta, algunas pruebas bioquímicas confirmaron la estrecha relación compartida entre los grandes simios africanos y nosotros (conformando la subfamilia Homininae), mientras que el orangután fue separado en otro grupo aparte (Ponginae). Sin embargo, los años siguientes fueron testigos de algunos infructuosos intentos por parte de los investigadores de resolver nuestro parentesco con los primeros. El ADN, que tanta luz había arrojado en el estudio de la evolución de la vida en la Tierra, ahora parecía burlarse al producir resultados cada vez más contradictorios, donde cada gen revelaba una historia diferente. En la actualidad, sabemos que los chimpancés y nosotros mismos compartimos un lazo aún más estrecho que con los gorilas, lo que nos convierte en grupos hermanos. Eso sitúa a nuestro protagonista, el primer hominino, inmediatamente después de la separación de ambos linajes evolutivos. Llegados a este punto, debemos preguntarnos: ¿Cuándo vivió? ¿Y cómo era su aspecto?

Para responder a la primera cuestión, debemos volver a la genética. El ADN cambia con el tiempo, sufre mutaciones y evoluciona, y mediante el «reloj molecular» (un concepto acuñado por primera vez por Emile Zuckerkandl y Linus Pauling) se puede llegar a conocer el tiempo aproximado de divergencia entre dos taxones diferentes. Por desgracia, la particular historia evolutiva de los grandes simios africanos y nosotros mismos dificulta su estudio. En concreto, nos hallamos ante una diferenciación del linaje incompleta, en inglés «Incomplete lineage sorting». A grandes rasgos, este fenómeno se refiere a la discordancia entre los árboles evolutivos basados en especies y los que están basados en genes. Cuando se producen dos eventos de especiación muy seguidos (como sucedió en este caso concreto), parte de la variación presente en la población ancestral, aquella de la que se originaron las diferentes especies posteriores, se transmite a algunos linajes, pero se extingue en otros. Por ejemplo, como los humanos y los chimpancés estamos estrechamente emparentados, se esperaría que compartiéramos variantes genéticas más parecidas entre nosotros que con los gorilas. En cambio, a veces sucede que algunas de estas variantes se encuentran compartidas únicamente por los gorilas y nosotros o los chimpancés, produciendo un efecto de mayor parentesco y contradiciendo el árbol de especies establecido.
Los últimos análisis sugieren que el evento de especiación entre ambos linajes, ocurrido hace alrededor de 6 millones de años, fue considerablemente complejo. Mediante el cálculo del tiempo de divergencia, se ha determinado que este varía bastante a través del genoma, en particular en el cromosoma X. Por otro lado, esta misma asimetría no se ha observado al comparar los tiempos de divergencia con el linaje de los gorilas, lo que ha llevado a proponer que después del evento inicial de especiación entre nuestro linaje y el de los chimpancés hubo un período posterior de hibridación. Esta hipótesis permitiría explicar la baja divergencia genética presente en el cromosoma X, ya que algunos de los genes con mayor influencia sobre la esterilidad e inviabilidad de los híbridos se hallan en dicho cromosoma. De hecho, se cree que esto se encuentra relacionado con la ley de Haldane sobre la mayor esterilidad en híbridos heterogaméticos comparado con los homogaméticos. En este contexto, se esperaría que el cromosoma X estuviera sujeto a una mayor presión selectiva, derivando a una menor divergencia genética debido a la eliminación de alelos (un alelo es cada una de las formas alternativas de una variante). Además, esta hipótesis no entraría en contradicción con la presencia de caracteres de hominino en algunos restos fósiles cuya datación es anterior al tiempo de divergencia predicho para el cromosoma X y otras regiones del genoma con menor divergencia genética, como es el caso de Sahelanthropus tchadensis u Orrorin tugenensis. Por lo tanto, los descendientes de ese «primer hominino», cuyo origen y aspecto son el tema central de este artículo, tuvieron, con gran seguridad, descendencia fértil con los antepasados de los chimpancés.

No obstante, otros autores como Wakeley (2008) consideran que un evento de hibridación masivo más reciente no es la única explicación plausible para el menor tiempo de divergencia observado en el cromosoma X, y propone otras opciones, como una elevada selección natural sobre dicho cromosoma en el ancestro común de ambos linajes, cambios en la proporción de las tasas de mutación entre machos y hembras o, simplemente, se acepta que pudo haber un cierto flujo genético pero de menor importancia que el propuesto por Patterson et al. (2006). En todo caso, todos los escenarios concuerdan en un aspecto: su complejidad. Finalmente, nos encontramos dispuestos a responder la segunda cuestión planteada en la introducción: ¿Cuál era su aspecto? Antiguamente, se consideraba que el antepasado común entre los chimpancés y los humanos, y, por ende, también el primer hominino debido a su proximidad con él, debió compartir gran parte de su morfología con los chimpancés actuales. Esta asunción es incorrecta, ya que no existe ningún motivo para suponer que únicamente nuestro linaje haya sufrido cambios sustanciales durante los últimos millones de años. De hecho, la premisa de que algunas de las características que nos distinguen de los grandes simios africanos sean caracteres únicos asociados a comportamientos exclusivamente humanos es igualmente falaz, y más bien parece que algunas de estas características puedan ser retenciones primitivas ya presentes en los miembros más primitivos de nuestra familia (Hominidae), y por supuesto, en el primer hominino.

Algunos de los caracteres propuestos para el primer hominino son la reducción del dimorfismo sexual en los caninos y el bipedismo incipiente. Respecto al primero, se conoce que existe una fuerte correlación entre el nivel de dimorfismo sexual en los caninos y la competición intraespecífica para el apareamiento. Un menor dimorfismo sexual implica una reducción en los conflictos que afectan al grupo, lo que se traduce en una estructura social más cohesiva. El bipedismo incipiente, en cambio, se puede evidenciar a través de una serie de adaptaciones, como el desplazamiento del foramen magnum hacía una posición más anterior, la presencia de lordosis en la columna vertebral, el acortamiento y ensanchamiento de la pelvis, o el cambio de posición del centro de gravedad corporal, situado debajo la articulación coxofemoral. El escaso registro fósil de homínidos del Mioceno superior (11,6-5,3 Ma) dificulta el estudio de la aparición de alguna de estas adaptaciones. No obstante, hallazgos recientes parecen haber arrojado un poco de luz sobre el asunto. En noviembre de 2019 fue descrito Danuvius guggenmosi, un homínido (probablemente de la tribu Dryopithecini) que aparentemente presentaba una locomoción única que ha sido nombrada «extended limb clambering», la cual combinaba algunos aspectos de la suspensión ortógrada, habitual en los grandes simios actuales, con el bipedismo característico de los homininos. Esta particular mezcla de caracteres lo posiciona como uno de los mejores candidatos a representar la locomoción ancestral de los homínidos, que podría remontarse hasta el Mioceno medio, y nos da algunas pistas sobre el origen del bipedismo en nuestro linaje.

Otro ejemplo interesante es Oreopithecus bambolii, un hominoideo de hace casi 8 millones de años y descrito en 1872, cuyo esqueleto está muy bien estudiado y presenta algunas características típicas del bipedismo, como la posición más anterior del foramen magnum, o el acortamiento y ensanchamiento de la pelvis. No obstante, se considera que en el caso de O. bambolii estas similitudes con los homininos posteriores se deben a retenciones primitivas y a la convergencia evolutiva, y no a una estrecha relación filogenética. En ese sentido, este último caso nos enseña la dificultad que conlleva establecer las relaciones de parentesco entre especies que pueden haber adquirido las mismas adaptaciones de forma independiente. El primer hominino habitó en África hace probablemente unos seis o siete millones de años. Su aspecto diferiría mucho con el nuestro, y probablemente nos recordaría más al de los grandes simios africanos actuales. Aun así, algunas de sus características, como la ausencia de grandes caninos o un incipiente bipedismo, nos haría darnos cuenta de que se trata de un animal muy diferente. En él veríamos, aunque aún pálido, un reflejo de nuestra humanidad.
Si deseas obtener más información, puedes escuchar este podcast de «Nomen dubium: ecos desde Pangea». Este artículo es la primera parte de una serie de dos artículos. Puedes leer la segunda parte en este enlace.
Referencias:
1. John G. Fleage (2013). Primate adaptation and evolution. Elsevier Inc.
2. Nick Patterson, Daniel J. Richter, Sante Gnerre, Eric S. Lander y David Reich (2006). Genetic evidence for complex speciation of humans and chimpanzees. Nature, 441 (7097), pp: 1103-1108.
3. Madelaine Böhme, Nikolai Spassov, Jochen Fuss, Adrian Tröscher, Andrew S. Deane, Jérôme Prieto, Uwe Kirscher, Thomas Lechner y David R. Begun (2019). A new Miocene ape and locomotion in the ancestor of great apes and humans. Nature, 575 (7783), pp: 489-493.
4. John Wakeley (2008). Complex speciation of humans and chimpanzees. Nature, 452 (E3-E4).
Recursos: La imagen de los chimpancés (Pan troglodytes) que se ha usado como portada se ha extraído de iStock. La fotografía de la réplica del cráneo del niño de Taung pertenece a Didier Descouens. El esquema de hibridación entre humanos y chimpancés se ha extraído de Patterson et al. (2006). La reconstrucción de Ardi es obra de J. H. Matternes. La reconstrucción de Danuvius guggenmosi es de Velizar Simeonovski.
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