
Si retrocedemos miles, e incluso millones de años, podremos aproximarnos al paisaje al que alguna vez nuestros antepasados más remotos llamaron hogar. En esta segunda parte (lee la primera parte aquí), tocará extender la noción del hogar a cuestiones que van más allá del mero espacio físico. Veremos quiénes fueron los principales competidores con los que tuvieron que lidiar los ancestros de Homo sapiens y conoceremos la dieta que acompañó la evolución de nuestro linaje.
Para comenzar, preguntémonos: ¿cuál fue el menú del Homo sapiens de la Edad de Piedra (es decir, de aquellos humanos que existieron antes de la expansión de la agricultura, que comenzó hace tan solo 10.000 años)? La realidad es que no existía nada como un menú o un muy riguroso régimen alimenticio, ya que, como cualquier otro animal salvaje, nuestros ancestros estaban sujetos al capricho de las condiciones ambientales. Imagino que algunas veces se encontraron regodeados en alimentos, y otras veces estarían acostumbrados a comer muy poco. No cabe duda de que la carne fue parte elemental de nuestra dieta, sin embargo nunca fue una fuente de calorías tan regular (hablando del día a día) como lo fueron las fuentes de origen vegetal: frutas, nueces, tubérculos, raíces, verduras y hongos (considerados como vegetales para fines prácticos). Algo que nos caracteriza como especie es la inespecificidad trófica, aunque más bien se nos identifica por la gran variedad de alimentos que podemos consumir. De algún modo, la estructura de nuestro sistema digestivo implica que no tengamos afinidad por una fuente de calorías específica, sino que está adaptado para procesar muchos tipos de alimento.

Para entrar en materia hay que saber que la dieta de los humanos prehistóricos fue posible gracias a una serie de cambios evolutivos que se acumularon en el tiempo y que, conforme se iban seleccionando, se fueron reconfigurando. Estos cambios fueron diversos (anatómicos, fisiológicos, metabólicos, conductuales) y sucedieron durante la transición del modo de vida estrictamente arborícola de nuestros más remotos ancestros al modo de vida de los primeros primates terrestres. Lo anterior se presta a preguntar, ¿por qué tirar por la borda la cómoda vida arborícola para vivir a ras de suelo? La realidad es que las alternativas eran pocas y, aparentemente, abandonar la copa de los árboles resultó, para algunos, la mejor de ellas. Entre hace unos 15 y 10 millones de años se sucedieron cambios climáticos y eventos geológicos importantes que, mediante un lento proceso, catalizaron la transición de tupidos bosques a paisajes abiertos donde la vida arborícola comenzó a ser, para algunos, la peor alternativa para sobrevivir. Los antepasados de los gibones, orangutanes, gorilas y chimpancés siguieron refinando algunas adaptaciones para la vida arborícola. Por otro lado, los antepasados del linaje del que procede el género Homo (los cuales no son considerados humanos), al haber sido exiliados del Jardín al que tanto tiempo habían estado acostumbrados, se enfrentaron a dos alternativas: extinción o adaptación.
Tuvieron que pasar millones de años para que aquellos primates «desterrados del Edén» desarrollaran adaptaciones y estrategias que les permitieran competir con los carnívoros o herbívoros que dominaban las extensas planicies africanas. Competir con los grandes herbívoros representaba una dificultad casi insuperable, ya que se carecía de un sistema digestivo que pudiera asimilar eficientemente el pastizal, lo cual implicaba una reconfiguración total de este sistema. Para nuestra suerte, el género Homo es heredero de un sistema digestivo generalista y donde en la dieta no faltaban frutos, semillas, nueces y hojas, así como insectos, huevos y pequeños vertebrados (reptiles o anfibios). La versatilidad del sistema digestivo generalista (omnívoro) implicó que casi cualquier ser vivo, salvo algunas excepciones, pudiese ser parte de la dieta. Se sugiere que nuestros ancestros más inmediatos pudieron haber reemplazado las calorías de origen vegetal, que alguna vez estuvieron al alcance de la mano, con raíces y bulbos a ras de suelo a un costo de forrajeo relativamente alto (ya que esta nueva fuente de alimento era solo accesible tras largas jornadas de rastreo y excavación). Es justo en este punto donde resulta pertinente preguntar: ¿qué hay de las calorías de origen animal que tan presentes están en nuestra ingesta actual (refiriéndose, particularmente, a la carne roja)? Se sugiere que el consumo de bulbos y raíces se complementó con una creciente ingesta de carne, lo cual, aparentemente y a diferencia de la asimilación directa de los pastos, fue la mejor y más oportuna alternativa para los primeros homínidos.

Si se nos compara con los carnívoros por excelencia (orden Carnivora), nuestra especie no es muy eficiente a la hora de depredar presas. El cuerpo atlético de los carnívoros está usualmente dotado de una combinación letal de rasgos: fuertes mandíbulas, afiladas garras y colmillos, una resistencia y fuerza extraordinarias, y una capacidad olfativa y auditiva potencialmente insuperable para los primates. El sentido del olfato en algunos linajes carnívoros (particularmente en depredadores y no carroñeros) es infalible a la hora de detectar olores individuales y componentes por separado de un olor más complejo. Los gatos y los perros, por ejemplo, están dotados de orejas grandes y móviles que detectan el más leve sonido, y, por si fuera poco, la vista de estos animales es particularmente sensible a sutiles movimientos. Tuvieron que pasar millones de años para que los homínidos pasaran a ser un competidor digno para tan capaces depredadores.
¿Con qué rasgos llegamos a este nuevo territorio y cuáles se desarrollaron sobre la marcha en la historia evolutiva de nuestro linaje? Nuestros ancestros desarrollaron adaptaciones para una nueva forma de vida; sin embargo, nuestro linaje también conserva remanentes de una dieta frugívora e insectívora, que alguna vez nuestros antepasados poseyeron cuando habitaban las paradisíacas y benevolentes copas de los árboles. Resaltaré únicamente dos ejemplos de estos remanentes de nuestro modo de vida arborícola. Todos los primates tienen orejas pequeñas e inmóviles dotadas de una capacidad auditiva, si bien poderosa, considerablemente inferior respecto a una pequeña mangosta, por ejemplo. En contraposición, el orden Primates, a diferencia del orden Carnivora, se caracteriza por tener una visión a color superior y un refinado sentido del gusto acostumbrado a una amplia gama de sabores, olores y texturas. Los primates identificamos con infalible precisión aspectos como composición, color y forma en objetos estáticos, como son, principalmente, semillas, nueces y frutos; a diferencia de la limitada visión de colores de la gran mayoría de los depredadores.

Un detalle interesante a tener en cuenta es que los carnívoros, a diferencia de los primates, tienen una perpetua e incómoda convivencia con las pulgas. Y esto, ¿a qué se debe? El ciclo de vida de las pulgas les obliga a parasitar únicamente animales que tienen una residencia fija, un hogar dulce hogar al cual llegar después de un largo día, lo cual se da en muchos carnívoros. Si bien los primates tienen un territorio más o menos establecido, no tienen algo como una estación base a la cual regresar a reposar. En los carnívoros, y posteriormente en los ancestros de nuestro linaje, existe una morada fija en donde reposan, crían y, en ocasiones, almacenan restos de algunas presas. Es posible que nuestros ancestros más remotos pasaran de dormir donde les cayera la noche a desarrollar una mejor orientación, acompañada además de algunos rasgos típicos de animales filopátricos. Uno de estos nuevos rasgos, por ejemplo, fue algo tan trivial como la dinámica de defecación. Verán, los primates se mueven, comen y descomen (eso es, defecan) durante todo el día, de modo que las heces jamás se acumulan generando apestosos y potencialmente peligrosos focos de infección. Por su parte, los carnívoros defecan lejos del lugar de residencia o, en su defecto, entierran sus excrementos. Se sugiere que al incorporar la carne a la dieta, nuestro linaje comenzó a diversificar ciertas estrategias que son similares a las de los grandes carnívoros, como es tener un hogar o estación de llegada, así como defecar de manera más ordenada, dirían algunos. Al ser nuestros ancestros animales que adoptaron tener una residencia fija como una estrategia de vida, se esperaría que, como en los grandes carnívoros, estuviesen expuestos a convivir más frecuentemente con ectoparásitos como las pulgas. De hecho, es de conocimiento popular que Homo sapiens no está exento de ser parasitado por sifonápteros (el grupo de artrópodos que agrupa a las pulgas), así como de coexistir, en la intimidad de sus aposentos, con pequeñas larvas de pulgas en gestación.
Ahora bien, ¿qué relación tiene el consumo de carne con la adopción de nuevas estrategias de vida? Como hemos visto, ser un animal arborícola y principalmente frugívoro tiene sus virtudes: la comida está al alcance de la mano, hay múltiples tentempiés a lo largo del día, existe la libertad de defecar sin preocupación de generar montículos de heces malolientes y se duerme donde resulta oportuno, entre tantas otras ventajas. Para los animales carnívoros, los repetidos tentempiés son, en realidad, tiempos prolongados de ayuno (días o semanas) con festines repentinos resultado de extenuantes cacerías (un lobo adulto, por ejemplo, puede comer un quinto de su peso total en una sola cacería, lo cual sería proporcional a que un humano se comiese un bistec de 15-20 kg). La libertad absoluta al defecar resulta en un régimen relativamente estricto de desecho y el vagabundeo es, más bien, un regreso a una estación de llegada donde habitan pequeños y molestos parásitos. Las estrategias de vida son congruentes con las necesidades más inmediatas de los organismos. Los monos, por ejemplo, han evolucionado en ambientes en donde se pueden dar el lujo de extender la mano y, en casi cualquier hora del día, alimentarse. Jamás fue necesario para la supervivencia del linaje de los primates almacenar comida en sitios de refugio o de llegada. Por el contrario, para nuestros ancestros (refiriéndome principalmente los miembros del género Homo), tener una residencia relativamente fija donde almacenar alimentos tuvo implicaciones importantes en la tasa de supervivencia, posiblemente. Así mismo, la constitución física atlética y apta para largas y extenuantes cacerías jamás fue necesaria para que los primates sobrevivieran en los árboles. Sin embargo, las presiones selectivas que experimentaron nuestros ancestros, despojados del afrodisíaco paraíso boscoso, favorecieron la selección de un físico preparado para largas caminatas. De este modo, la locomoción bípeda comenzó un largo recorrido evolutivo que, sin ninguna meta u objetivo predeterminados, derivó en la tan atípica pero elegante forma que nosotros, los humanos, tenemos de desplazarnos.

Pero, ¿cuáles fueron las características que les permitieron a nuestros ancestros competir con carnívoros minuciosamente equipados? Hace unos 2,5 millones de años, la línea evolutiva de la que procedemos comenzó a tener afinidad por el consumo de calorías de origen animal para su subsistencia. Lo que se propone es que la travesía comenzó con nuestros ancestros los australopitecinos, que fueron unos de los primeros homínidos en integrar, de manera relativamente sistemática, calorías de origen animal a su régimen alimenticio. Animales indefensos y enfermos, así como la carroña de restos olvidados por grandes carnívoros, actuaron como el precursor de la posterior caza e ingesta de grandes herbívoros. Si bien los chimpancés (en particular los machos) se congregan para cazar, recordemos que esta conducta jamás ha sido parte fundamental en la vida del primate. La constitución física del primate es la del ágil y elástico acróbata, más que la del fuerte, veloz y resistente carnívoro. Ello hizo que herbívoros como los antílopes, cebras o grandes jirafas estuviesen fuera del alcance de los primeros homínidos. A pesar de la debilidad olfativa y auditiva, así como de la débil constitución física, nuestros ancestros contaban con un as en la manga: un cerebro más refinado y potente, en términos de inteligencia, que el de los carnívoros. Los primeros homínidos prescindieron de poderosas mandíbulas y afiladas garras para dar paso a su capacidad inventiva.
En la tercera y última parte de la serie de textos titulados Hogar dulce hogar, veremos que el creciente consumo de carne manufacturó algunos aspectos del sistema cognitivo de nuestra especie (uno de los aspectos en los que más se vanagloria y asombra a sí mismo Homo sapiens) y conoceremos algunas de las herramientas, entre otras cosas, que lo hicieron posible.
Este artículo es el segundo de una serie de tres artículos. Lee aquí la primera parte y aquí la tercera parte.
Referencias:
1. Thure E. Cerling, Jonathan G. Wynn, Samuel A. Andanje, Michael I. Bird, David Kimutai Korir, Naomi E. Levin, William Mace, Anthony N. Macharia, Jay Quade y Christopher H. Remien (2011). Woody cover and hominin environments in the past 6 million years. Nature, 476, pp: 51-56.
2. Peter S. Ungar y Mark F. Teaford (2002). Human diet: its origin and evolution. Editorial: Bergen & Garvey.
3. Desmond Morris (2011). El mono desnudo. Editorial: Debolsillo (original de 1967).
4. Rob Dunn. Human ancestors were nearly all vegetarians. Scientific American (23/07/2012). Disponible en: https://blogs.scientificamerican.com/guest-blog/human-ancestors-were-nearly-all-vegetarians/
Recursos: La imagen que se ha usado como portada se ha extraído de DK Findout. La fotografía de tubérculos y raíces pertenece a la Universidad de Leiden. La ilustración con varios primates arborícolas es obra de Jay Matternes y se ha extraído del American Museum of Natural History. La fotografía de los chimpancés comiendo frutos de Ficus es de Alain Houle, de la Universidad de Harvard. La fotografía de las lascas es obra de Didier Descouens.
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