
Karin Jegalian y Bruce Lahn comenzaban su artículo sobre cromosomas sexuales en la revista Investigación y Ciencia afirmando que «los cromosomas X e Y de los humanos forman una extraña pareja. El X se parece a cualquier otro cromosoma, pero el Y resulta bastante peculiar». ¡Y qué tan extraña pareja! Si observamos su morfología, el cromosoma Y de los mamíferos, que solo está presente en los machos en condiciones normales, tiene un tamaño diminuto comparado con el X, que es su homólogo (como pequeño inciso, los cromosomas homólogos son aquellos pares de cromosomas que se emparejan durante la meiosis, y de cada par un cromosoma proviene de la madre y otro del padre). El pequeño tamaño del cromosoma Y se ve reflejado en su cantidad de genes: sólo porta unas docenas de genes, mientras que el X porta miles. Todos los cromosomas homólogos de los pares autosómicos (aquellos cromosomas no ligados al sexo) tienen el mismo tamaño y portan los mismos genes. La excepción la conforma el par XY. Esto significa que, por ejemplo, en los seres humanos 22 de los 23 pares cromosómicos tienen sus dos cromosomas homólogos idénticos. Es más, se ha visto que los cromosomas X e Y no sufren recombinación durante la meiosis (división celular que da lugar a los óvulos y espermatozoides), cuando sí lo hacen los 22 pares restantes. Esta inhibición de la recombinación en la meiosis provoca que no haya entrecruzamientos (o lo que es lo mismo, intercambios de material genético entre el cromosoma del padre y de la madre). Pero esta inhibición no es total. Digamos que la supresión de la recombinación ocurre en el 95% de la longitud del cromosoma Y. El 5% de la longitud restante sí sufre recombinación y este porcentaje se localiza en los extremos del cromosoma Y. Para ponerlo aún más claro, las secuencias de ADN que hay en esos extremos del cromosoma Y se encuentran en el cromosoma X y, de esta manera, pueden recombinar. Esta peculiaridad de la pareja XY ha llamado la atención de los biólogos evolutivos durante décadas. Pero antes de profundizar en cómo la evolución ha moldeado este par cromosómico, hablemos brevemente de qué es y qué hace exactamente el cromosoma Y.
El cromosoma Y grosso modo determina el sexo masculino. La determinación del sexo masculino es posible gracias que este cromosoma posee ciertos genes que hacen que el embrión se desarrolle como macho; el gen más conocido y estudiado es el SRY, del inglés Sex-determining Region Y. El gen SRY, por poner un ejemplo, provoca el desarrollo de los testículos a partir de la activación de otros genes masculinos. Es decir, que en términos generales el sexo femenino es el sexo predeterminado. Pero el cromosoma Y no solo determina el ser macho sino que porta otros genes importantes para la fecundación y supervivencia del macho. Además, entre todos estos genes encontramos secuencias de ADN que están repetidas numerosas veces (¡en ratones estas secuencias de ADN repetidas llegan casi al 90% de la longitud total del cromosoma Y!). Con todas estas características no es extraño pensar que, efectivamente, el cromosoma Y ha llamado la atención de numerosos biólogos alrededor del mundo. Y su historia evolutiva no defrauda.
Esta historia comienza hace 300 millones de años, por lo que nos tenemos que remontar al inicio del Pérmico, el último período geológico del Paleozoico. Si pudiéramos situarnos en esta época y mirar a nuestro alrededor veríamos insectos enormes, poblaciones abrumadoras de amonites en los océanos, grandes anfibios terrestres y los primeros pelicosaurios como el Dimetrodon (un linaje de reptiles mamiferoides del que posteriormente evolucionaron los mamíferos). Por aquel entonces no existía el par XY sino que solo había pares cromosómicos autosómicos, es decir, que el sexo no estaba codificado por los genes. Uno de estos pares sería el que daría con el tiempo el par XY. Los biólogos han inferido, mediante métodos de datación molecular, que en este período se produjo una mutación en uno de los genes de algún par cromosómico. Esta mutación hizo que ese gen se convirtiera en el gen SRY (no exactamente el gen SRY como lo conocemos hoy día sino una versión arcaica de este). Esta mutación provocó que los machos tuvieran ahora su sexo determinado genéticamente. Los biólogos evolutivos suponen además que, previo a esta mutación, el sexo estaba determinado por la temperatura ambiental tal y como ocurre en las tortugas o cocodrilos actuales.
Una vez surgió el gen SRY en la evolución, nuestro «protocromosoma Y», que ya determinaba el sexo masculino, siguió una trayectoria evolutiva un tanto singular. Un estudio de Lahn y Page de 1999 demostró que el cromosoma Y sufrió durante la evolución cuatro eventos mutacionales de gran trascendencia. Estos eventos mutacionales resultaron ser inversiones en regiones determinadas del cromosoma Y. Pero, ¿qué es una inversión? Una inversión es un giro de 180º de una secuencia de ADN, es decir, que una secuencia determinada se «invierte». Las inversiones tienen consecuencias genéticas para el portador, y la más importante es la inhibición de la recombinación durante la meiosis. La recombinación se suprime porque, tras la inversión, las dos secuencias de ADN de los progenitores que se juntan en meiosis no son iguales (recordemos que una está invertida respecto a la otra). ¿Recuerdas cuando mencioné al inicio de este artículo que el cromosoma Y no se recombina con el X durante la meiosis? Aquí encontramos la causa.

Cuando el «protocromosoma Y» adquirió el gen SRY se produjo la primera inversión en una de sus regiones. Esta inversión tuvo lugar hace unos 250-300 millones de años (todavía seguimos en el Pérmico) y provocó la primera inhibición de la recombinación entre los cromosomas X e Y en la región invertida. En última instancia, este fenómeno causó que el gen SRY se heredara en el sexo masculino, tal y como ocurre actualmente en los mamíferos, y que el cromosoma Y se acortara levemente respecto al X. Curiosamente, esta morfología del cromosoma Y (un poco más corto que el X) se mantiene todavía en los mamíferos monotremas, aquellos que ponen huevos y poseen cloaca: ornitorrincos y equidnas. Si seguimos avanzando en el tiempo evolutivo, la segunda inversión en el cromosoma Y la encontramos hace unos 170-130 millones de años, en el período Jurásico o inicios del Cretácico. Este período es bastante conocido: se caracteriza por la hegemonía de los dinosaurios y la escisión de Pangea en dos supercontinentes. Por esta época el linaje de los marsupiales estaba ya establecido mientras que los mamíferos placentarios todavía no asomaban la cabeza desde sus madrigueras. Esta segunda inversión trajo consigo una segunda inhibición de recombinación en otro fragmento del Y, y el posterior acortamiento de este. Los marsupiales actuales conservan todavía reminiscencias de esta morfología del par XY. El tercer evento de inversión lo encontramos hace 130-80 millones de años y se produjo en el linaje de los mamíferos placentarios. La cuarta inversión, por su parte, se produjo solo en el linaje de los primates (hace unos 50-30 millones de años, en el Eoceno). Esta última inversión que se produjo en el cromosoma Y produjo la morfología que observamos hoy día en nuestra especie y aquellas más cercanas (en el linaje de los primates).
La creación y persistencia en la evolución del par XY tuvo y tiene que tener ventajas selectivas para los mamíferos ya que de no ser así la selección habría tendido a eliminarlo. Esta hipotética ventaja hace que los genes que determinan el sexo masculino se hereden como una unidad durante la meiosis (sin intercambios genéticos con los homólogos). Sin embargo, y tal y como señalan Lahn y Page en su artículo, existen especies con cromosomas sexuales donde no hay señales de inversiones. Un ejemplo son los peces espinosos de la familia Gasterosteiformes que poseen cromosomas sexuales homomórficos, es decir, iguales (no hay un acortado con respecto al otro). Con todos los avances empíricos y teóricos que han tenido lugar en la genética y evolución del par XY, no está todavía claro el porqué de su existencia y mantenimiento en linajes animales tan amplios.
Referencias:
1. Karin Jegalian y Bruce T. Lahn (2009). Los cromosomas sexuales. En: Instinto Sexual. Investigación y Ciencia (56), pp: 46-53.
2. Bruce T. Lahn y D.C. Page (1999). Four evolutionary strata on the human X chromosome. Science, 286 (1), pp: 964-967.
3. Brendan Maher. A battle of sexes is waged in the genes. Nature (26 junio 2015). Disponible en: https://www.nature.com/news/a-battle-of-the-sexes-is-waged-in-the-genes-1.17817
Recursos: La fotografía que se ha usado como portada se ha extraído del artículo de Brendan Maher (2015) (Science Photo Library). La imagen de los dos ejemplares de Glanosuchus macrops se ha extraído de Wikimedia Commons.
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