
El quehacer de las ciencias naturales o experimentales, también llamadas ciencias básicas, tiene por objeto entender y describir el funcionamiento del universo a través de disciplinas que sustentan sus saberes en el razonamiento lógico y matemático a través del rigor del método científico. ¿Eso quiere decir que la ciencia nunca se equivoca y proporciona verdades inamovibles? Cuando los cultos religiosos (de todos sabores y colores), además de ofrecer propósito, sentido y consuelo a sus fieles, se abalanzan a explicar el origen y el funcionamiento del universo –y, como si fuesen junto con pegado, de la humanidad–, se olvidan de que no hay ningún medio más allá de la fe y la autoridad de turno (fuente de la verdad absoluta sea una deidad o no) que sustente dichas narraciones. En repetidas ocasiones ha sucedido lo mismo en el quehacer científico, en donde la fatuidad académica de algún séquito de estudiosos se jacta de tener la verdad, olvidándose de que, en principio, no existe cosa tal como la verdad inamovible en la ciencia; en todo caso, lo más cercano a la verdad –una noción siempre provisional– es un subproducto de la verificación y repetición continua por otros investigadores. Es importante tener presente que la ciencia, quehacer de los científicos, o sea, personas, se rige por el hecho de que nos encanta la evidencia que apoya nuestra tesis al mismo tiempo que infravaloramos la evidencia en contra de la misma (lo que los psicólogos han definido como “sesgos de confirmación” y “sesgos de descontinuación”, respectivamente).
Solo un fanático cientificista creería que la ciencia es una máquina que proporciona inamovibles e inequívocos saberes. No obstante, es importante concebir que las ciencias experimentales son el medio que ha resultado más eficiente, en el sentido práctico y epistemológico de la palabra, para entender el funcionamiento del universo; y nada más. Los teléfonos celulares superan los límites comunicativos propios de la distancia, los mil y un electrodomésticos hacen de la vida una cómoda estancia citadina, los aviones levantan toneladas de peso y sobrevuelan continentes y profundos océanos sin desplomarse (al menos en su mayoría), en los sitios urbanizados no hay cosa tal como la noche absoluta en donde astros a cientos de años luz adornan el vasto cielo nocturno; todo ello gracias a que sabemos que dos más dos son cuatro. Con el método científico resulta relativamente imposible pasar por alto los hechos físicos; de lo contrario, las cosas antes descritas, productos de la ciencia aplicada (y por extensión de las ciencias básicas), simplemente no funcionarían. En la política, la religión, la teología, la filosofía o el arte, por ejemplo, dos más dos podrían sumar cinco o cualquier otro número que no fuese cuatro, pero para aislar un medicamento que cure la gripe, diseñar el motor de un automóvil o describir la transferencia de energía entre dos cuerpos, se deben de sumar cuatro. Del mismo modo, las ciencias naturales clásicas, que incluye la física, la química, la astronomía, la geología y la biología (las cuales, dicho sea de paso, han tenido una historia desfasada y arrítmica además de ser profundamente diferentes unas respecto a las otras, lo cual no significa que no se complementen) levantan y sustentan los castillos del conocimiento científico probando hipótesis que no solo pueden y deben ser falseables, sino que deben de tener un soporte lógico y matemático. Juzgo importante señalar que, en la ciencia, estos castillos a los que se hace referencia son reconstruidos, revisados, reinterpretados y, algunas veces, remplazados en su totalidad conforme avanza, por decir algo, el pensamiento científico; o al menos así convendría que fuera.

Es oportuno detenernos un momento y preguntarnos qué relación guarda lo antes mencionado con el título del presente artículo: La secularización de la biología. Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha ideado, bien que mal, explicaciones que den respuesta a variadas interrogantes sobre el mundo natural. La física y la química, por citar dos ejemplos, a lo largo de su historia han atravesado épocas de oscuridad intelectual, ortodoxia y superstición; recordemos cómo la autoridad ideológica en su momento silenció los avances científicos del astrónomo florentino Galileo Galilei o del polaco-prusiano Nicolás Copérnico. No hay que ser demasiado conocedor para saber que la física es uno de los quehaceres científicos más antiguos, seguido de la química. Los aportes científicos de ambas disciplinas han encontrado ciertas resistencias intelectuales e históricas para que sus saberes figuren en la opinión popular, incluido el religioso, lejos del ámbito académico. Ejemplo claro es que, hoy por hoy, se habla con completa naturalidad sobre la expansión del universo, los agujeros negros, la formación estelar, la tectónica de placas o el átomo como la unidad más pequeña de la materia; ello no genera demasiada incomodidad o resistencia intelectual por parte de la sociedad en general, aun siendo saberes seculares sobre el funcionamiento del universo. En mi opinión, la secularización de dichos saberes es aceptada, sin reticencia, porque no comprometen directamente la credibilidad de la metafísica que hace de la existencia humana el más sublime de los misterios.
Existen antiguos registros de que nuestra especie ha dividido la naturaleza que le rodea en dos mundos: el mundo de lo animado o vivo y el de lo inanimado o inerte. Dentro de la monumental diversidad biológica que existe, hay diferencias en estructura y funcionamiento absolutamente extraordinarias; sin embargo, todos los seres vivos (extintos o no, microscópicos o macroscópicos) tienen algo en común, algo que los hace afines y los separa de los objetos del mundo inanimado: esto es, en el sentido más amplio de la palabra, que tienen vida. El lector coincidirá conmigo en que lo antes mencionado es un saber bastante axiomático. Del mismo modo, es posible que coincidamos usted y yo en que lo antes dicho nos induce a preguntarnos ipso facto qué es la vida, y de tener una respuesta la siguiente pregunta obvia e ineludible sería: ¿esto que llamamos vida, es de naturaleza material como el resto del universo o su esencia, de haber alguna, se halla en un principio metafísico e inmaterial al que no se puede acceder mediando la experiencia? Si nosotros creemos que lo vivo ha sido animado por una fuerza supra-material a cuya existencia somos incapaces de acceder empíricamente, entonces nos conformamos, como había hecho la tradición naturalista hasta antes del darwinismo, con el quehacer contemplativo, más no explicativo, de lo vivo. Si, por el contrario, la vida fuera, a muy grandes rasgos, una cualidad de la materia, entonces se hace posible un estudio empírico y metódico al respecto, generando así respuestas fundamentadas (acompañadas, como no podría ser de otro modo, de más preguntas) y no baratas y supersticiosas ficciones. Antiguamente, y actualmente diría yo, se creía que los seres vivos no podían existir hasta que se introdujera el alma o la fuerza vital en la materia inanimada.

A pesar de la diversidad de doctrinas religiosas y la enemistad natural que ha existido y existe entre muchas de ellas, absolutamente todas concuerdan en que una fuerza superior introdujo en la materia inanimada la partícula divina y vivificadora; ímpetu responsable de mover y mantener vivos, vaya la redundancia, a los seres vivos. Al ser lo vivo objeto de estudio de la biología, son los biólogos quienes han consagrado su vida profesional a ofrecer una explicación materialista y secular –más no idealista como había sido siguiendo la tradición platónica y aristotélica– a los fenómenos biológicos. Curiosa y contradictoriamente vivimos en un mundo absolutamente dependiente de la ciencia y la tecnología en donde no tendríamos Smartphone, medicamentos o cosas tan triviales como una rasuradora de nariz si no fuese por la investigación laica y secular de los fenómenos naturales. ¿Y dónde está la contradicción? Pregúntese el lector cuánta tecnología no adquiere el consumidor promedio confiando en que funciona, al mismo tiempo que desconfía de las explicaciones científicas al respecto de fenómenos naturales que la humanidad ha decidido sacralizar, como podrían ser el origen de la vida, del propio ser humano o de conmovedoras conductas como la empatía animal. Vivimos atiborrados de tecnología al mismo tiempo que nos asfixia una muy diversa y disparatada propaganda que convence a muchos de que, por ejemplo, los astros tienen algo que decir al respecto de su futuro o que de las pirámides prehispánicas emana una energía purificadora del alma humana.
El fatídico final intelectual de Alfred Russel Wallace, codescubridor de la evolución de las especies por selección natural, es un claro ejemplo de la dificultad que la humanidad tiene para aceptar explicaciones seculares a temas que la abstracción colectiva ha considerado materialmente inasequible. La explicación laica a nuestra existencia como especie y de los atributos intelectivos que la acompañan nos confronta con abrumadores dilemas existenciales de carácter teológico y filosófico, lo cual hace que nos refugiemos en explicaciones que doten de significado e importancia nuestra vida. Muchos descalifican el origen antropoide de nuestra especie apelando a la convicción de que la moralidad y los llamados valores universales son incompatibles con un origen humilde y animal. Creemos que la moral ha sido impuesta por la religión y abrazada por la filosofía, y asumimos arbitrariamente que el código moral viene impuesto desde fuera de nosotros, cuando en realidad atiende a principios conductuales que han acompañado nuestra escabrosa historia evolutiva desde tiempos remotos. El valor de la supervivencia en la vida en grupo, la importancia que le damos a la conexiones sociales, la sensibilidad a las emociones ajenas, la empatía y la asistencia, la noción de justicia, la evasión del conflicto y afinidad a la conciliación, son aptitudes humanas naturales (aptitudes visibles en antropoides no humanos y muy probablemente presentes en nuestros ancestros más inmediatos) que hacen de la moralidad un fenómeno social más antiguo que la religión misma; la cual se adjudica celosamente la patente de la moral. Dicho esto, quisiera hacer la aclaración de que la biología nos ayuda a entender y descubrir nuestra historia evolutiva, nuestra capacidad intelectiva y conducta; no obstante, ofrecer consejos morales no corresponde a sus quehaceres.
Para finalizar, pregúntesele lector, ¿qué importancia tiene la secularización de fenómenos biológicos, tales como el origen de la vida o de nuestra propia especie, que hemos decidido sacralizar? Si quieres compartir tu respuesta, estaré encantado de leerla en los comentarios en el blog de El Pulgar del Panda o en el Twitter de El Árbol de Darwin.
Referencias:
1. Franz de Waal (2013). The bonobo and the atheist. In search of humanism among the primates. Tusquets Editores.
2. Antonio Lazcano-Araujo (1977). El origen de la vida. Evolución química y evolución biolóigca. Editorial Trillas.
3. Alexander Oparin (1936). The origin of life. Editores Mexicanos Unidos S. A.
Recursos: La imagen que se ha usado como portada, un fósil de un ictiosaurio, se ha extraído de Pixabay (Public Domain Pictures). La fotografía del fósil del amonite es obra de Makro Wayland. La fotografía del martín pescador (Alcedo atthis) pertenece a Luca Casade.
La humanidad necesita asumir de forma secular teorías como el origen de la vida y del hombre, por que de esta manera será mas consiente de su rol en la biosfera.
Desarrollará una conducta mas ecuánime en frente a la naturaleza, una vez que la conciencia colectiva asuma que es parte del sistema; dejando de lado la visión antropocentrista propuesta por la religión, política y economía extractivista.
En conclusión nuestra civilización cambiara los paradigmas actuales hacia una sociedad menos enajenada de su entorno y por lo tanto mas proclive a su preservación del mismo