
Podríamos definir la inmortalidad biológica como el estado de un ser vivo en el que su tasa de mortalidad celular por senescencia es estable o decrece. Es decir, que un organismo es inmortal a nivel biológico sólo si todas sus células tienen una tasa de renovación superior a la de senescencia o muerte. Esta inmortalidad es biológica, lo que significa que el organismo puede, y de hecho ocurre en la naturaleza, morir por causas externas: la inmortalidad biológica puede significar la muerte si el organismo sufre alguna enfermedad, un daño físico o mecánico severo, una muerte por desecación o depredación, etc. En el campo de la biología el término inmortalidad también puede referirse a las células que escapan del límite de Hayflick. Este límite, descrito por el anatomista Leonard Hayflick en 1961, se define como el número de divisiones que tiene lugar en una población celular antes de que la división celular se detenga por completo por motivos fisiológicos, es decir, antes de que las células entren en senescencia celular (o lo que es lo mismo, muerte por deterioro). Todas las células que sobrepasen ese límite son inmortales: son capaces de dividirse indefinidamente. El número exacto de divisiones celulares depende del tipo celular y de las condiciones ambientales; en laboratorio, por ejemplo, la mayoría de los linajes celulares humanos se dividen varias decenas de veces antes de morir. El secreto de las células inmortales se basa en que no envejecen, no entran en senescencia. Como dijimos anteriormente, la senescencia celular no es más que la muerte celular debido al deterioro de las funciones biológicas de la propia célula.

La hipótesis más aceptada actualmente sostiene que la senescencia se debe a la acumulación de daños en el ADN de la célula. Este daño es provocado por mutaciones genéticas (producidas por radiación de alta energía como la luz ultravioleta o por la oxidación, entre otros) o por el acortamiento de los telómeros. Los telómeros son secuencias repetitivas de ADN que se encuentran en los extremos de cada cromosoma y que no contienen información para ninguna proteína (no son genes funcionales). La función de los telómeros es la de proteger la región de ADN codificante (o útil), aquella que contiene información para la síntesis de proteínas y que mantiene con vida a la célula. Durante cada división celular, las enzimas que replican el ADN se dejan sin copiar un fragmento final de los cromosomas, por lo que este segmento se pierde en cada división. Para evitar este problema existen precisamente los telómeros. Como su secuencia no tiene función alguna (no codifica para nada), puede permitirse perder un fragmento en cada división celular. Y esto es exactamente lo que ocurre en cada división celular: se pierde un fragmento de los telómeros sin perder ninguna función. El problema radica en que la secuencia de los telómeros es finita. Cuando una célula alcanza un número determinado de divisiones, la longitud total de los telómeros se habrá perdido por completo ya que todas las divisiones previas han acortado su secuencia. En este momento, si se produjera otra división la célula perdería información útil. Y aquí comenzaría la senescencia.
¿Pero qué ocurre en aquellas células inmortales que sobrepasan el límite de Hayflick? ¿Cómo hacen para dividirse indefinidamente? Aquí es donde entra en juego una enzima muy particular, la telomerasa. La telomerasa es un complejo proteína-ARN que se encarga de copiar y alargar las secuencias repetitivas de los telómeros. Esto, evidentemente, hace que la secuencia telomérica que se pierde en una división se vea recuperada, alargando así la vida de la célula. Sin embargo, la telomerasa no es una enzima ubicua ni con una eficiencia del 100%. Es cierto que dicha enzima mejora considerablemente la vida media de las células, pero esta mejora es proporcional a su eficiencia y expresión en el organismo o célula. Además para nuestra desgracia, en los animales, y sobre todo en vertebrados, la telomerasa solo se expresa en los estadios embrionarios. En el estado adulto su expresión desciende hasta ser nula a excepción de algunos linajes celulares como, por ejemplo, las células madre. ¿Y qué pasa con los animales invertebrados?

La inmortalidad biológica o extrema longevidad se ha observado en numerosas especies de distintos grupos de invertebrados (como briozoos, langostas y cnidarios) e incluso en algunas bacterias y levaduras. De entre todas las especies destacan las medusas del género Turritopsis, cnidarios biológicamente inmortales pertenecientes al grupo de los hidrozoos y distribuidos por todos los océanos del planeta gracias a la acción humana, aunque es cierto que otras especies de cnidarios también poseen una inmortalidad similar: Chrysaora hysoscella, Podocoryne carnea, Eleutheria dichotoma o Cladonema uchidai son algunos ejemplos. Turritopsis dohrnii, conocida actualmente como la medusa inmortal, fue descubierta por el biólogo marino Christian Sommer a principios de 1990. Sommer se dio cuenta de que esta especie era capaz de volver a su estadio más temprano de desarrollo cuando era adulta, para luego volver a crecer. Es como si, por así decirlo, pudiéramos volver a nuestro estadio de gástrula y comenzar a crecer y desarrollarnos de nuevo. Y, lo mejor de todo, de manera indefinida. Años después de su descubrimiento, el japonés Shin Kubota decidió cultivar individuos de Turritopsis en su laboratorio. No fue una tarea fácil: las condiciones para mantener a esta especie fuera de su hábitat natural son muy específicas. Ahora mantiene a cientos de individuos en cultivos refrigerados (Turritopsis vive en aguas frías) y alimentados a base de quistes del artrópodo Artemia salina. Kubota es, y fue, uno de los pocos investigadores que ha conseguido mantener esta especie en el laboratorio y su metodología de cultivo ha sido esencial para los posteriores avances en la comprensión de la inmortalidad biológica de esta especie.

El característico proceso de rejuvenecimiento de Turritopsis recibe el nombre técnico de reversión ontogenética, y no es más que la transformación de un estadio adulto en uno ontogenéticamente anterior, como por ejemplo el juvenil o la larva. En el caso de Turritopsis, la reversión ontogenética hace que el estadio de medusa (adulto y sexualmente maduro) vuelva al estadio de pólipo o larva. Este proceso de rejuvenecimiento se produce en la naturaleza cuando las condiciones ambientales son desfavorables para Turritopsis. Durante la reversión ontogenética la medusa pierde sus tentáculos, sus tejidos se reorganizan y sus células se sustituyen por otras nuevas gracias a la expresión de ciertos genes. Al final del proceso tendremos un pólipo que se reproduce asexualmente y que da lugar a más medusas. La clave del rejuvenecimiento está en la desdiferenciación de sus células, es decir, en la conversión de células diferenciadas con funciones especializadas (epidérmicas, sensoriales, nerviosas, etc) a células desdiferenciadas sin función específica dentro de un tejido (células madre). Es esta desdiferenciación celular la que provoca la reversión ontogenética que observamos en Turritopsis. Y este proceso pueden hacerlo indefinidamente durante su vida, por lo que son biológicamente inmortales.
Además, las células de Turritopsis no entran en senescencia. El hecho de no entrar en senescencia favorece la permanencia de la reversión ontogenética, ya que sus células no mueren por las consecuencias de la edad. La telomerasa puede que sea la causa por la que sus células no entren en senescencia, ya que su expresión podría ser ubicua y constante en estos organismos. Esto, unido a los factores que provocan la desdiferenciación, haría posible la inmortalidad biológica de Turritopsis. Estas diminutas medusas han encontrado la forma perfecta de perpetuar su existencia individual: nacen, crecen sin entrar en senescencia y revierten a su estado embrionario cuando lo consideren oportuno. Ahora queda por conocer la base molecular que provoca este fascinante proceso y, si fuera el caso, poder aplicarlo a animales vertebrados incluyendo nuestra especie.
Referencias:
1. S. Piraino, F. Boero, B. Aeschbach y V. Schmid (1996). Reversing the life cycle: medusae transforming into polyps and cell transdifferentiation in Turritopsis nutricula (Cnidaria, Hydrozoa). The Biological Bulletin, 190 (3), pp: 302-312.
2. Jun-yuan Li, Dong-hui Guo, Peng-cheng Wu y Li-sheng He (2018). Ontogeny reversal and phylogenetic analysis of Turritopsis spp.5 (Cnidaria, Hydrozoa, Oceaniidae), a possible new species endemic to Xiamen, China. PeerJ, 6: e4225.
3. Miguel Coelho, Aygul Dereli, Anett Haese, Sebastian Kuhn, Liliana Malinovska, Morgan E. DeSantis, James Shorter, Simon Alberti, Thilo Gross e Iva M. Tolić-Nørrelykke (2013). Fission yeast does not age under favorable conditions, but does so after stress. Current Biology, 23 (19), pp: 1844-1852.
4. Wolfram Klapper, Karen Kuhne, Kumud K. Singh, Klaus Heidorn, Reza Parwaresch y Guido Krupp (1998). Longevity of lobsters is linked to ubiquitous telomerase expression. FEBS letters, 439 (1-2), pp: 43-46.
5. Thomas Tan, Ichiro Nakano, Farah Jaber-Hijazi, Daniel Alfredo Castillo, Chen Chen, Edwards J. Louis y Aziz Aboobaker (2012). Telomere maintenance and telomerase activity are differentially regulated in asexual and sexual worms. Proceedings of the National Academy of Sciences, 109 (11), pp: 4209-4214.
6. Nuno Gomes, Jerry W. Shay y Woodring E. Wright (2010). Telomere biology in metazoa. FEBS letters, 584 (17), pp: 3741-3751.
7. Nathaniel Rich. Can a jellyfish unlock the secret of immortality? The New York Times (28 noviembre 2012). Disponible en: https://www.nytimes.com/2012/12/02/magazine/can-a-jellyfish-unlock-the-secret-of-immortality.html
Recursos: La imagen de portada (Turritopsis dohrnii) es obra de Takashi Murai. El dibujo que representa un cromosoma con sus telómeros pertenece a Genome Research Limited. La fotografía de Turritopsis dohrnii en el texto es obra de Takashi Murai. La fotografía de Shin Kubota es obra de Yoshihiko Ueda.
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