
Antes de terminar de escribir el presente artículo, caí en cuenta de que muy pocas personas se preguntan por el origen de la vida o siquiera les importa. A diferencia de algunos, para mí, como biólogo, es cuasi un deber preguntármelo y, si bien no cuento con la formación pertinente para formular respuestas, sí cuento con las herramientas para averiguar qué se sabe al respecto. A muy grandes rasgos, son dos las posturas en lo que al origen de la vida se refiere, siendo el creacionismo, por obvias razones, abrazada por el grueso del populus. Existen variadas vertientes creacionistas, sin embargo, para fines prácticos, lo resumiremos como la creencia de que un ser divino o una fuerza supra-natural creó todo lo que existe detrás y más allá del horizonte. La narrativa creacionista judeo-cristiana es, por mucho, la más popular (al menos en la cultura occidental) y una de las que más fervientemente rechazó, y que, posiblemente, sigue rechazando en una suerte de cruzada religiosa contemporánea, el consenso científico al respecto de la evolución biológica de la vida y del ser humano.
Dentro de la amplia gama de alternativas creacionistas, debo decir, sin ánimo de ofender, que el vástago que me parece más aberrante es el del diseño inteligente (particularmente fuerte en Estados Unidos), que pretende postular una alternativa científica al darwinismo para dar respuesta al origen del universo; más particularmente, al origen de la vida y del ser humano sin desprenderse de sus fundamentos religiosos. Desafortunadamente, al carecer de respaldo empírico e hipótesis falseables y/o verificables, la premisa del diseño inteligente, por convincente que parezca para algunos, es un argumento pseudocientífico (por no decir que carece de todo sentido en el marco científico). Me encanta puntualizar que la ciencia como quehacer inmerso en la sociedad y, por ende, en la cultura, está sujeta a la subjetividad personal y colectiva; sin embargo, ha mostrado ser un vehículo bastante provechoso para entender objetivamente el mundo natural. Por ello, sería una negligencia intelectual, poniéndonos dramáticos, ignorar los saberes que de la ciencia se despliegan respecto al funcionamiento del universo y, contrariamente, abrazar mitos, cuentos y leyendas que presuntuosamente pretenden tener las respuestas antes de que si quiera se formulen las preguntas. Sin más preámbulo, ¿qué se sabe del origen de la vida y cuándo comenzó la comunidad científica a indagar en el gran enigma?

Un referente obligado de la línea de investigación del origen de la vida es el bioquímico soviético Alexander Ivánovich Oparin, quien en 1924 publicó una sobresaliente y revolucionaria teoría que planteaba, a grandes rasgos, que la vida proviene de materia inerte. Antes de continuar considero importante un breve paréntesis para dejar en claro al lector que, hoy por hoy, no existe una respuesta determinante al origen de la vida (ni posiblemente nunca la habrá). Entonces, ¿qué se sabe al respecto del origen de la vida? Aparentemente, la célula procariota apareció hace unos 3.600 millones de años, sino antes. Al ser un fenómeno tan enterrado en el pasado (pero patente en el presente), es imposible para los biólogos saber a ciencia cierta cómo y porqué apareció la vida. Sin embargo, el obstáculo temporal no es suficiente para la curiosidad humana, por lo que los especialistas se han dado a la tarea de conjuntar evidencia directa e indirecta de una gama muy amplia de disciplinas para entretejer explicaciones sobre cómo pudo haber sido la transición, por así decirlo, de la materia inerte a la viva. A pesar de la oposición social que posiblemente tuvo la obra de Oparin (traducida al inglés en 1938), su teoría sí que generó un gran impacto en la comunidad científica del siglo XX. Aunado a ello, las ideas de Oparin cobraron mucha credibilidad gracias al trabajo del biólogo inglés John Burdon Sanderson Haldane, quien, en 1929, propuso, de forma independiente, una explicación al origen de la vida similar a la de su camarada soviético. Desmenuzar la teoría, hoy conjunta, de Oparin-Haldane no es poca cosa, por lo que nos limitaremos a conocer la propuesta general y algunos experimentos que reforzaron y refuerzan dichas suposiciones que hacen de ella, hoy por hoy, el fundamento teórico de la investigación del origen de la vida.

Sabemos casi por intuición que todos los seres vivos están fundamentalmente constituidos por compuestos orgánicos donde, a diferencia de las sustancias inorgánicas, el carbono, además de ser un elemento básico, se ha combinado con diversos elementos. En la época de Oparin, la formación de compuestos orgánicos era inconcebible sin que existiesen los seres vivos, quienes, según la opinión popular, eran la única vía de síntesis de estos compuestos; lo anterior, como ya puede suponer el lector, supuso un primer obstáculo para siquiera imaginar una explicación al origen de los seres vivos. Como dijo el propio Oparin: «Aparentemente se había formado un círculo vicioso del que era imposible salir; en donde la generación de compuestos orgánicos y los seres vivos iban junto con pegado». No fue hasta que el joven bioquímico ruso cayó en cuenta de que para abordar el origen de la vida era necesario averiguar si la síntesis de sustancias orgánicas era posible sin la intervención de seres vivos –lo que hoy conocemos como la síntesis abiótica de compuestos orgánicos–. Por fortuna, herramientas como el espectroscopio hicieron plausible el estudio de la composición química de atmósferas estelares con una precisión cuasi milimétrica. Gracias a los análisis espectroscópicos de entonces, se descubrió que en las atmósferas estelares con temperaturas elevadas (20.000 °C) todos los elementos se hayan como átomos libres y disgregados, y que, en contraposición, en las atmósferas estelares como la nuestra y muchas otras, con una temperatura intermedia (5.000 a 6.300 °C), elementos como el carbono se combinan con otros elementos formando simples composiciones de carbono e hidrógeno como los hidrocarburos (las sustancias orgánicas más simples). Lo más cercano a un regalo caído del cielo es la caída de un cuerpo celeste, los cuales ofrecen a los especialistas preciados indicios sobre procesos físico-químicos que antecedieron, por mucho, el origen de la vida; e incluso de la Tierra misma.
Ya a mediados del siglo XIX se habían aislado de meteoritos sustancias orgánicas de gran peso molecular, sin embargo, imperaba la idea de que la síntesis natural de sustancias orgánicas era cosa exclusiva de los seres vivos. Poco a poco la hipótesis de que los hidrocarburos en meteoritos eran un subproducto de la desintegración de organismos extraterrestres fue remplazada, gracias a las minuciosas investigaciones de aquel tiempo, por la idea de que la síntesis de compuestos orgánicos aparece al margen de organismos vivos. Si se había documentado la formación abiogénica de compuestos orgánicos fuera del orbe sin la intervención de seres vivos, ¿se podría asumir que ocurrió lo mismo en los inhóspitos paisajes de la Tierra primitiva? Sepa el lector que la formación abiótica de los primeros compuestos orgánicos en la Tierra primitiva es uno de los puntos de arranque del planteamiento del origen de la vida. De acuerdo con los pensamientos de Oparin, la atmósfera primitiva de la Tierra no contenía oxígeno libre y estaba dominada por elementos como el hidrógeno (lo cual significa que la atmósfera tenía un fuerte carácter reductor) y compuestos como el metano, el amoníaco y el ácido cianhídrico. En la Tierra primitiva, las fisuras en la superficie y la actividad volcánica exhalaron cantidades exorbitantes de gases que contenían, en mayor grado, vapor de agua, nitrógeno y dióxido de carbono. El calor expulsado de variados procesos geológicos, la radiación proveniente del sol, los rayos cósmicos y la actividad eléctrica de la atmósfera fueron, de acuerdo a Oparin, los motores energéticos que constituyeron alguna vez fuentes de energía fisicoquímica potencialmente aprovechables.

Por otro lado, según el trabajo de Haldane, la atmósfera primitiva de la Tierra estaba formada por dióxido de carbono, amoníaco y agua, sin que hubiese oxígeno libre –hipótesis en sintonía con lo que cinco años antes propuso Oparin–. Recordemos que el constituyente fundamental de la tan preciada y hoy amenazada capa de ozono es el oxígeno, el cual en forma de ozono absorbe gran porcentaje de los potentes y nocivos rayos ultravioleta que se dirigen a la Tierra. En la concepción primitiva de la atmósfera de Haldane, la interacción de los rayos ultravioleta con dicha atmósfera apenas en formación catalizó, a su vez, la formación de diversos compuestos orgánicos que lentamente se fueron acumulando en los océanos, formando así la llamada sopa primitiva, en donde debieron de haber abundado azúcares y aminoácidos, elementos estructurales de las proteínas (componentes críticos en la organización de los seres vivos). Posteriormente la famosa sopa primitiva de Haldane pasó a concebirse, a raíz de las aportaciones del físico irlandés John D. Bernal, como pequeños charcos y lagunas estacionales poco profundas donde debieron haber abundado las arcillas y ya no los océanos, donde la concentración de compuestos orgánicos sería demasiado baja como para formar medios densos como el citoplasma.
Hasta entonces habían indicios y ciertas pruebas que sostenían las aportaciones de Oparin y Haldane, sin embargo, la comprobación experimental que marcó un antes y un después sucedió en 1953 cuando el estudiante de doctorado Stanley Lloyd Miller, bajo la dirección del profesor Harold Clayton Urey, simuló la atmósfera primitiva con el objeto de replicar la hasta entonces supuesta formación abiótica de compuestos orgánicos en los albores del orbe. Como muchas novelas y películas de final predecible, el lector que no conoce la historia de Miller-Urey puede ya suponer el final. Los investigadores mezclaron hidrógeno, metano y amoníaco en un matraz al que se le suministró de manera intermitente vapor de agua y al cual se le acoplaron electrodos que, durante una semana, produjeron descargas eléctricas. Y del mismo modo que el Dr. Viktor Frankenstein recibió una sorpresa extraordinaria al animar eléctricamente un cuerpo armado con distintas partes de cadáveres diseccionados, Miller y Urey recibieron una sorpresa proporcional al detectar que, en el curso del experimento, se habían sintetizado aminoácidos proteicos y no proteicos, ácidos grasos y diversos compuestos orgánicos de alto peso molecular, es decir, macromoléculas. A raíz de sus investigaciones se siguen haciendo experimentos similares que no hacen más que reforzar la teoría de la síntesis abiótica de compuestos orgánicos complejos y, por extensión, del origen abiogénico de la vida.

Hasta este momento hemos abordado el origen de los elementos fundamentales de los seres vivos, pero, como es obvio, de la formación de compuestos orgánicos complejos a la aparición de los seres vivos hay una brecha absolutamente extraordinaria. Un antecedente obligado respecto a esta transición son los trabajos del químico holandés Bungenberg de Jong, que demostró que mezclando dos soluciones de alto peso molecular se obtienen gotas microscópicas (a las que llamó coacervados, hoy considerados sistemas pre-celulares) donde las macromoléculas se agregan dadas sus cargas eléctricas opuestas. Estos supuestos coacervados, ¿qué tienen que ver con el origen de la vida? El protoplasma es el sustrato fundamental de las células, que además de estar compuesto por elementos y sustancias químicas, es una masa viscosa y semilíquida abrumadoramente organizada de cuerpos y estructuras celulares no vivas que operan en sincronía. Oparin entendió que para abordar la incógnita del origen de la vida sería necesario entender las propiedades del protoplasma y sus similitudes físico-químicas con otras sustancias orgánicas. Pero, como ya mencioné, existe una gran brecha entre simples sustancias orgánicas y sistemas delimitados en relación al ambiente y con un acomodo espacial ordenado, funcional y con condición replicante. ¿Qué significaron los descubrimientos de Bungenberg de Jong para el estudio del origen de los primeros seres vivos? Al disolver en agua sustancias orgánicas de bajo peso molecular, las moléculas se disgregan rápidamente y se distribuyen de forma homogénea en toda la solución, de modo que sus propiedades dependen principalmente de la estructura de las moléculas y de la disposición que adopten en ellas los átomos que las componen. Cuando se mezclan soluciones de alto peso molecular (como el caso del protoplasma), se forman soluciones coloidales en donde, bajo la influencia de diversos factores físico-químicos, las partículas se concentran en determinados puntos formando complejos que, posteriormente, se separan de la solución constituyendo un sedimento, alterándose así la distribución uniforme de las sustancias en la solución. En la formación de coacervados, agregados o coágulos de moléculas de alto peso molecular, surgen nuevas y complejas relaciones regidas por la disposición que toman unas moléculas respectos a otras, y ya no únicamente por la disposición de los átomos en las moléculas.
Al igual que los coacervados, el protoplasma, a pesar de ser semilíquido, jamás se mezcla con el medio acuoso. Detengámonos un momento y hagamos el ejercicio mental de extirpar el protoplasma de una célula vegetal y verterlo en una solución de agua. Lo que sucedería si estuviésemos en el laboratorio es que la solución protoplasmática no se mezclaría con el medio acuoso circundante, sino que flotaría como un sedimento aparte de la solución. Oparin encontró una forma de organización, sí, rudimentaria, primitiva e inestable pero potencialmente aprovechable para estudiar el origen del protoplasma, estudiando las similitudes físicas y químicas entre los coacervados y el protoplasma. Así es como Oparin descubrió la capacidad mutua de formar vacuolas, su permeabilidad e imbibición y la forma no estocástica de acomodo de sus respectivas partículas coloidales. Entérese el lector que, una vez formados, los coacervados artificiales absorben las sustancias orgánicas de la solución circundante, aumentando de tamaño y masa (ocurriendo en ellos procesos abióticos de crecimiento), dejando la matriz líquida como agua casi pura. Si para la formación de coacervados artificiales basta con mezclar soluciones de varias sustancias orgánicas de alto peso molecular, a saber, proteínas y carbohidratos, Oparin y sus colaboradores se preguntaron: ¿podríamos asumir que, dadas ciertas condiciones, los coacervados pudieron haberse formado en la Tierra primitiva del mismo modo que se forman bajo el potente lente del microscopio? Sin dejar de lado la tradición darwiniana de la naciente biología moderna del siglo XX, Oparin postuló que la estructura de los llamados coacervados se fue modificando a lo largo de millones de años, de tal suerte que las gotas más sencillas se disolverían rápidamente y las de estructura más elaborada o eficiente persistirían, replicándose según alcanzaban cierto tamaño hasta que se hacían inestables, rompiéndose en gotitas más pequeñas que, a su vez, siguieron engullendo complejas moléculas del medio. Las investigaciones pioneras de Oparin y Haldane, y de cientos de científicos anónimos para la historia, significaron un cambio total de paradigma fundamentado en una visión secular en lugar de un interrogante siempre dotado de respuestas místicas. Como es evidente, la cuestión del origen de los seres vivos trasciende más allá de la formación abiótica de compuestos orgánicos y subsecuente formación de sistemas pre-celulares. ¿Cómo, por ejemplo, se formaron las membranas? ¿Cuál es la historia del origen de la información genética y los cromosomas? ¿Cómo fue que todos los componentes estructurales del ser vivo más simple coincidieron y se concatenaron de tal modo que fuese posible la vida, una, en palabras de Oparin, cualidad (¿exclusiva en la Tierra?) de la materia? Queda seguir investigando al margen de las preguntas, no de las respuestas dadas e inalterables.
Referencias:
1. Antonio Lazcano Araujo (1977). El origen de la vida: evolución química y evolución biológica. Editorial Trillas.
2. Alexander Oparin (1936). The origin of life. Editores Mexicanos Unidos S. A.
Recursos: La imagen que se ha usado como portada pertenece a la National Aeronautics and Space Administration (NASA). La fotografía del volcán es obra de Erik Cistivs. La fotografía de Alexander Oparin pertenece a la Russian Academy of Sciences. La fotografía de John Burdon Sanderson Haldane se ha extraído de Wikimedia Commons. La fotografía de los coacervados se ha extraído del Spruijt Group (Radboud University Nijmegen).
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